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¡Cristo ha resucitado!



Si la liturgia en general está llena de misterio y de simbología, la vigilia pascual es especialmente rica en contenido: ¡es tan fácil ver reflejada la propia vida en la oscuridad inicial! En medio de las tinieblas del pecado surge un fuego esperanzador, un cirio que no dejará de arder, hasta que “el lucero matinal lo encuentre ardiendo”. Las luces que se reparten los fieles, uno a uno; el pregón pascual, verdadera serenata de enamorado; el recuerdo de la historia de la salvación en las lecturas, las profecías esperanzadoras, el Gloria cantado mientras suenan las campanas, el Evangelio de la Resurrección: “¡no tengáis miedo, ha resucitado!”

Cada año podemos profundizar un poco más, también teniendo en cuenta las vicisitudes y las alegrías del tiempo transcurrido: en una ocasión nos maravillaremos de la vida parroquial; en otra, del fervor de un grupo más pequeño de apostolado; otro día acudiremos con una persona a la que estamos acercando a Cristo. Quizá años más tarde coincidiremos con ella en la misma celebración. Un año fue en el terruño natal; otro, en un sitio distinto, debido a cambios de domicilio. Más adelante puede ser en otra ciudad, otro país, otro continente… Y si el ritmo de vida propio lo lleva a uno a vivir siempre en el mismo sitio, el que cambia es el párroco, o los ministros: los que ayer fueron monaguillos pueden ser más tarde diáconos o sacerdotes; los jóvenes irán después con sus hijos, que después asistirán acompañados de sus colegas adolescentes. Y el ritmo de la vida se repite, mostrando la “historia de la salvación” aplicada también a las generaciones familiares.

Y personalmente sentiremos de distintos modos la llamada de la Pascua: Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. Cristo vive en el cristiano. El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí». (Cf. San Josemaría Escrivá, “Es Cristo que pasa”, nn. 102-103).

Termino con una excelente anécdota de R. Cantalamessa, quien dice que nuestros hermanos ortodoxos sienten de modo más profundo el sentido de la Pascua: “Para ellos la resurrección de Cristo es todo. En el tiempo pascual, cuando se encuentran a alguien le saludan diciendo: «¡Cristo ha resucitado!», y el otro responde: «¡En verdad ha resucitado!». Esta costumbre está tan enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota ocurrida a comienzos de la revolución bolchevique. Se había organizado un debate público sobre la resurrección de Cristo. Primero había hablado el ateo, demoliendo para siempre, en su opinión, la fe de los cristianos en la resurrección. Al bajar, subió al estrado el sacerdote ortodoxo, quien debía hablar en defensa. El humilde pope miró a la multitud y dijo sencillamente: «¡Cristo ha resucitado!». Todos respondieron a coro, antes aún de pensar: «¡En verdad ha resucitado!». Y el sacerdote descendió en silencio del estrado.

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