Pero la vida cristiana no se puede reducir a luchar contra el pecado, ni la predicación debe insistir más en el mal que en la santidad. Por eso, en la cuaresma se nos recuerda la necesidad de vivir en coherencia con la fe que profesamos. Como dice el Catecismo, «quien quiera permanecer fiel a las promesas de su Bautismo y resistir las tentaciones debe poner los medios: el conocimiento de sí, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración» (n. 2340).
Pablo se refiere a esa situación en su carta a los efesios (5, 8-14): Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Parece un comentario al episodio evangélico de la curación del ciego de nacimiento (Juan 9, 1-38), en el que se demuestra que Jesús es la luz del mundo, que quien le sigue tendrá la luz de la vida.
Benedicto XVI comenta de modo breve este pasaje en su libro “Jesús de Nazaret”. Queda clara la lección de las lecturas del IV Domingo de Cuaresma: la ausencia de fe, el pecado, son como la oscuridad o el sinsentido para nuestra vida. Por el contrario; el bautismo y la fe en Cristo, en su gracia, en su palabra, son luz para nuestra existencia:
“El proceso de curación lleva a que el enfermo, siguiendo el mandato de Jesús, se lave en la piscina de Siloé: así logra recuperar la vista. «Siloé, que significa el Enviado», comenta el evangelista para sus lectores que no conocen el hebreo (9,7). Sin embargo, se trata de algo más que de una simple aclaración filológica. Nos indica el verdadero sentido del milagro. En efecto, el «Enviado» es Jesús. En definitiva, es en Jesús y mediante El en donde el ciego se limpia para poder ver. Todo el capítulo se muestra como una explicación del bautismo, que nos hace capaces de ver. Cristo es quien nos da la luz, quien nos abre los ojos mediante el sacramento”.
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