
Novena de la Inmaculada , tercer día.
Comienza el Tiempo de Adviento en este tercer día de la Novena en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Las normas litúrgicas enseñan que este tiempo tiene carácter doble: es la preparación para conmemorar el nacimiento de Jesús, que en el “Hoy” de la liturgia se revive de modo sacramental en cada celebración. Pero también es el tiempo que lleva a meditar en la esperanza de la segunda venida de Cristo, al final de los tiempos, que hemos considerado durante la última semana del año litúrgico que acaba de terminar. Por estas dos razones, el tiempo de Adviento es conocido como “el tiempo de la piadosa expectativa”.
Esperar a Jesús: Ven Señor, no tardes. Ven a nuestras almas, no tardes tanto, Jesús, ven, ven. Ábranse los cielos y llueva de lo alto bienhechor rocío como riego santo… Son distintas maneras de pedir lo mismo a Dios: que cada día crezca más nuestra intimidad con Él, que sea eterna nuestra amistad con Jesús, como le ha sucedido a nuestra Madre María.
Por eso las lecturas de esta temporada nos invitan a estar atentos, vigilantes: porque –como dice Isaías (2, 1-5)- el Señor reunirá a todos los pueblos en la paz eterna del Reino de Dios, porque –como repite san Pablo (Rm 13, 11-14)- “nuestra salvación está más cerca que cuando abrazamos la fe. Abandonemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz”.
Señor: ayúdanos a revestirnos con las armas de la luz, con el vestido de Cristo. A crecer en amistad con Jesús, siguiendo el ejemplo de nuestra Madre, María. Juan Pablo II consideraba que la Virgen , “en el contacto con Jesús, mientras crecía, se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. (…) Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona”.
Señor: ayúdanos a esforzarnos por penetrar en el misterio de tu Hijo, a contemplarlo y a adorarlo. En su encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI explica –a modo de resumen de la primera parte- que “Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (n. 31). Un Dios con rostro humano: Jesucristo. Y ese Dios que es el fundamento de nuestras esperanzas nos invita a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona, como hizo nuestra Madre. San Josemaría escribió en este sentido: “No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía ” (Es Cristo que pasa, n. 154).
Profundizar en el misterio de Jesús, tratándolo en la oración y en el Sagrario. En la misma encíclica, el Papa señala que la oración es una escuela de esperanza, el lugar primero y esencial de aprendizaje: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo” (n. 32).
Hay muchas narraciones de personas que se han encontrado con Jesucristo en la oración: la Virgen , los apóstoles, los santos… Pensamos en la conversión de San Agustín, y tantos relatos recientes. Uno de ellos, que tomo de una publicación virtual de Javier Cremades, es el de un filósofo contemporáneo, kantiano y agnóstico, que padeció grandes persecuciones en la guerra civil española, hasta llegar precisamente a la desesperación.
Para acortar el relato, digamos que en ese callejón sin salida prendió una tarde el radio. Música. Primero, César Frank; después, Ravel. Siguió La infancia de Jesús, de Berlioz, en la que se describen los sufrimientos de la Sagrada Familia en la huida a Egipto: "Algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos. (...) Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar -sin que yo pudiera ofrecerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Le vi, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen , o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros episodios de la vida del Señor (...). Aquello "tuvo un efecto fulminante en mi alma".
En realidad, supuso su conversión. "¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése si que le entiendo y ése sí que me entiende, a ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, ¡se me había olvidado!".
Resuena en esta historia el eco de las palabras del Papa: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha”. Manuel García Morente siguió de rodillas, rezando como podía. Recordó cómo su madre le había enseñado a rezar, reconstruyó el Padrenuestro, y el Avemaría... y de ahí no pudo pasar. No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había adueñado de mi alma". Las primeras conclusiones, los primeros propósitos, del nuevo cristiano empezaron a trazarse. "Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!".
Buscar a Jesús, crecer en intimidad con Él: hacer oración, estudiar la doctrina, participar en la liturgia, recibir formación cristiana, tratar a Jesús. Hagamos propósitos para recorrer nuestro camino de crecimiento en la intimidad con Jesús, como los hizo este hombre que, al cabo de unos días, pudo reunirse con su familia, en París, y darles la buena noticia de su conversión: ¡gran alegría para un hogar en el cual era el único que había carecido de fe! En mayo de 1938 volvió a España, con la intención de realizar los estudios preliminares al sacerdocio (era viudo). Fue ordenado sacerdote en 1940.
Es una manera de poner en práctica la oración colecta con la que nos dirigimos a Dios en el primer domingo del tiempo de Adviento: “Concédenos, Señor Dios nuestro, permanecer alerta a la venida de tu Hijo, para que cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre en vela y con nuestras lámparas encendidas”.
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