El tema de las riquezas forma parte importante del acervo religioso. Y lo es, porque el ser humano tiene la capacidad de poseer como elemento esencial de su existencia. Después del pecado original, se da la tendencia a acaparar más y más: parece que todas las posesiones del mundo son incapaces de satisfacernos. El evangelio de Lucas presenta, justo después de la parábola de los dos hermanos –el hijo pródigo y el que se quedó con el padre-, unas palabras de Jesús acerca de las riquezas:
- «Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa." Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: "¿Cuánto debes a mi amo?" Éste respondió:"Cien barriles de aceite."Él le dijo:"Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta. Luego dijo a otro:"Y tú, ¿cuánto debes?"Él contestó:"Cien fanegas de trigo."Le dijo:"Aquí está tu recibo, escribe ochenta."Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.».
Desde luego, se entiende que no se trata de que el Señor alabe el acto fraudulento del administrador. Pero sí hace ver que, para ganar la vida eterna, hace falta aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten. El evangelista continúa con los aforismos de Cristo: “Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.»
La vida misma de Cristo es el mejor ejemplo de servicio a Dios antes que al dinero y en ella conviene fijarnos. En su reciente viaje a Austria, Benedicto XVI lo explicaba de esta manera: “Jesucristo, que poseía toda la riqueza de Dios, se hizo pobre por nosotros, nos dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 8, 9). Se trata de una palabra inagotable, sobre la que deberíamos volver a reflexionar siempre. Y la carta a los Filipenses dice: "Se despojó de su rango y se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz" (cf. Flp 2, 7-8). Él, que se hizo pobre, llamó "bienaventurados" a los pobres”. La enseñanza clave de este día puede resumirse en esa frase de Pablo: la pobreza, más que en no tener, está en despojarse, como hizo Jesucristo.
En esta meditación nos serviremos, además de esa homilía del Papa, de las enseñanzas de San Josemaría en su libro Amigos de Dios . En concreto, dedica una plática entera al tema del desprendimiento:
- Después de considerar el misterio de la encarnación, compara con nuestra actitud soberbia: y concreta, en el desprendimiento del propio yo, una primera manera de ejercitar esta virtud: “Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria, sintiéndoos depositarios de unos talentos —sobrenaturales y humanos— que habéis de aprovechar rectamente, y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo. Acordaos de que hay un sumando —Dios— del que nadie puede prescindir. Con esta perspectiva, convenceos de que si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos”.
En esta actitud encuentra la clave para descubrir la paz del alma, que al principio decíamos se pierde por el afán de poseer. Se trata de una lucha diaria, que no se acaba en la formulación de un propósito general: “Corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia —en pocas palabras— más ardua que el abandono de los bienes materiales más codiciados”.
El ejemplo de abandono en la Providencia del Padre que Jesucristo ejerció sigue vivo. Y también la vida de los santos nos sirve de ejemplo. De hecho, san Josemaría abre su alma en confidencia de padre: “Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros —¡con fe recia!— de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y El proveerá. Creedme que sólo así nos conduciremos como señores de la Creación, y evitaremos la triste esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios, afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán”.
Vienen después los propósitos concretos: “Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son sólo eso, medios”.
Decíamos al comienzo que la pobreza, más que en no tener, está en despojarse, como hizo Jesucristo. No hay que confundir la pobreza con la pobretería. Esta doctrina puede ser malinterpretada, pero se afirma claramente: forma parte del ejemplo de Cristo, que vestía una túnica de buena factura, que los soldados no quisieron romper en la Cruz, sino apostar para quedarse con ella completa: “El desprendimiento que predico, después de mirar a nuestro Modelo, es señorío; no clamorosa y llamativa pobretería, careta de la pereza y del abandono. Debes ir vestido de acuerdo con el tono de tu condición, de tu ambiente, de tu familia, de tu trabajo..., como tus compañeros, pero por Dios, con el afán de dar una imagen auténtica y atractiva de la verdadera vida cristiana. Con naturalidad, sin extravagancias: os aseguro que es mejor que pequéis por carta de más que por carta de menos. (…) Por lo tanto, tú y yo nos esforzaremos en estar despegados de los bienes y de las comodidades de la tierra, pero sin salidas de tono ni hacer cosas raras. Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder”.
El Papa lo explica de esta manera: “San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a comprender que esta afirmación —el proclamar bienaventurados a los pobres— se refiere sin duda a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel de su tiempo, donde existía una vergonzosa diferencia entre ricos y pobres. Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza necesariamente la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y estar lleno de afán de riqueza. Pero san Mateo, como toda la sagrada Escritura, nos da a entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los pobres de un modo especial”.
Terminamos con otros consejos concretos, que nos pueden ayudar a “ganar amigos con el dinero injusto”: “Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades. En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta. Y como el Apóstol, también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el corazón desasido, libre de ataduras”.
En palabras de Benedicto XVI, “Así, resulta claro que el cristiano ve en los pobres al Cristo que lo espera, esperando su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza a partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente libre para el prójimo”.
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