Un estudio del IESE, publicado en 2007, compara felicidad y riqueza, y concluye que la clave no está en los bienes de consumo -a los que uno se acostumbra demasiado rápido, cuyo éxtasis dura poco- sino en los bienes básicos: comer, descansar, disfrutar con amigos, la salud, vivir en una democracia con libertad y derechos garantizados. "La felicidad social no avanza, porque siempre nos peleamos por tener lo que tiene el vecino": cuentan que, tras la unificación de Alemania, los niveles de felicidad de los vecinos del Este cayeron en picado, ya que pasaron de compararse con ciudadanos del bloque soviético a mirarse en el estilo de vida de sus vecinos de Alemania Occidental.
Otro ejemplo: en 1995, los medallistas olímpicos de bronce estaban más contentos que los que habían ganado la plata, ya que se comparaban con aquellos que no habían subido al podio, mientras los clasificados en segundo lugar tenían pesadillas porque creían que se les había escapado el oro. En 1998, dos investigadores dieron a sus alumnos en Harvard la posibilidad de escoger entre dos escenarios: ganar 50.000 dólares cuando el resto del mundo lograra 25.000, ó ganar 100.000 cuando el resto ganara 250.000. Todos prefirieron el primer escenario.
Los autores concluyen: "Por eso la felicidad social no ha avanzado pese a que mejore la calidad de vida en un país, porque nos peleamos siempre por tener lo que tiene el vecino". "Si eres capaz de llegar al trabajo y decir 'qué alegría, hoy no me han atracado viniendo, has conseguido bajar tu nivel de referencia y tienes más posibilidades de ser feliz". Baucells y Sarin, citados en El País, 10-II-2007.
El libro de Qohelet (o Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23) se pregunta por el sentido del fruto que el hombre saca de su trabajo: “Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión. Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó. Esto es vana ilusión y gran desventura, En efecto, ¿qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos y afanes bajo el sol? De día dolores, penas y fatigas; de noche no descansa. ¿No es también eso vana ilusión?”
En la misma línea sapiencial, el salmo 89 pide: “Señor, ten compasión de nosotros. Tú haces volver al polvo a los humanos, diciendo a los mortales que retornen. Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca. Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.
En el Nuevo Testamento, San Pablo invita a los colosenses (3, 1-5.9-11): Buscad los bienes del cielo, donde está Cristo. El evangelista Lucas (12, 13-21) nos presenta una materialización de la bienaventuranza “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”, en la parábola del rico insensato: “Uno de entre la multitud le dijo: —Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Pero él le respondió: —Hombre, ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros? Y añadió: —Estad alerta y guardaos de toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende de lo que posee. Y les propuso una parábola diciendo: —Las tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto. Y se puso a pensar para sus adentros: « ¿Qué puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?» Y se dijo: «Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: “Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien”». Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?» Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios".
Pablo VI comenta al respecto, en la Enc. Populorum Progressio, n. 19: «El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien supremo que le impide mirar más allá».
Y Rossé concluye: “Lucas denuncia la tendencia del ser humano a poseer para sí. Acumulando los bienes para sí mismo, el rico se considera propietario de lo que no le pertenece; rechaza ser lo que Dios quiere que sea: un administrador al cual Dios le confía los bienes que, por definición, están destinados a todos y, con los cuales, por tanto, debería haber ayudado a los demás. Se habría enriquecido para Dios si hubiese dado sus pertenencias a los pobres, y más propiamente si hubiese vivido la dimensión eclesial de su fe, en la comunión de los bienes, en lugar de almacenar para sí mismo. La última parte del v. 20 aparece como un reproche para el rico: con su muerte se da lo que se debería haber cumplido en vida para “enriquecerse ante Dios”: sus bienes terminan en manos ajenas” (Il Vangelo de Luca, p. 497).
Klaus Berger, por su parte, añade que el nuevo criterio del ser cristianos es "la renuncia radical a las riquezas, que señala la nueva calidad de la relación con Dios, es decir, el amor más grande. Es más que cumplir los mandamientos, consiste en liberarse de todo lo que no nos hace ser semejantes a Dios. Dios no posee patrimonio y da todas las cosas, como el rocío o el sol cada mañana. Quien ama a Dios puede dar al prójimo pobre todo lo que tiene". En otro lugar este mismo autor afirma: "A menudo me parece que nuestro bien más precioso, nuestro recurso más importante, no es el dinero, sino el tiempo. Por esto se encontró la fórmula "el tiempo es oro". El tiempo regalado, es decir, aquél que dedicamos a los otros, en la óptica de Jesús es tiempo ganado dos o tres veces. En el tiempo regalado, de hecho, nos hacemos aquellos amigos necesarios para ir al paraíso de los que habla Jesús en el capítulo 16 de Lucas, el mismo capítulo en el que se encuentra la frase sobre que no se puede servir a dos patrones: "Sed astutos y haceos amigos con las riquezas provenientes del mundo injusto, para que os acojan en las moradas eternas cuando todo haya acabado aquí".
San Josemaría resumía en pocas palabras lo que es la pobreza: “No tener nada como propio, no tener nada superfluo, no lamentarse cuando falta lo necesario; cuando se puede escoger, elegir la cosa más pobre, menos simpática; no maltratar las cosas que usamos; hacer buen uso del tiempo” (Alvaro del Portillo, Entrevista con el Fundador del Opus Dei, 181). Y La razón para estos criterios es clara: Si estamos cerca de Cristo y seguimos sus pisadas, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los bienes terrenos, las privaciones. (Forja, 997)
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