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Juan Bautista. Conversión

La figura del Bautista prepara la aparición de Jesucristo en el Evangelio. Siguiendo a Fabris, se pueden señalar los ambientes que aparecen en este orden: primero el desierto, donde se presentan la figura y la actividad de Juan, que anuncia la llegada de otro, más fuerte y más potente que él; después, el río Jordán, donde Jesús recibe el bautismo y después el desierto de nuevo, donde se ambientan las tentaciones de Jesús.

San Marcos presenta a Juan como el gran precursor de Jesús. Se trata de un anuncio público y de un encargo: ser heraldo del Mesías. El anuncio se asocia al rito del bautismo, como sucedía también en la comunidad de Qumrán, aunque con diferencias notorias: el bautismo de Juan no es para iniciados, sino para todos; no es cotidiano, sino que se recibe una sola vez; no se aplica personalmente; sino que lo administra el mismo Juan. El Bautista le da al rito un significado de conversión y preparación mesiánica, o en su contexto histórico, al juicio definitivo de Dios.

De hecho, en Marcos se llama “bautismo de conversión para la remisión de los pecados”. Este perdón de los pecados, dice Gnilka, presupone una genuina disposición de arrepentimiento. Se trata de un cambio de mentalidad y de vida, que es lo que significa el término hebreo traducido por conversión: no solo mudanza de pensamiento, sino un pleno y radical cambio de conducta y por tanto arrepentimiento de los pecados y empeño por mudar la existencia.

En Mateo vemos un Juan que es más el predicador de la comunidad cristiana. Más que las diferencias con Jesús, se acentúa el paralelismo. Su predicación es la misma del Mesías: Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt 3,1-12). Sus destinatarios son los jefes judíos, que deben cambiar para actuar la nueva justicia y hacer parte del verdadero Israel. La función actual de esa predicación es remover también en los cristianos la falsa seguridad de un ritualismo estéril. No basta con bautizarse: hay que convertirse, demostrar el cambio interior y radical que comporta la adhesión íntegra y fiel a Dios y una conducta de vida coherente y conforme a las exigencias de su voluntad.

Lucas, por su parte, extiende la llamada a la conversión a todas las gentes. Hace falta un cambio radical para que todos puedan experimentar la salvación de Dios. Al final de su obra, el anuncio de la salvación llega hasta los confines de la tierra, es decir a Roma (Act 28, 28). El primer cambio propuesto es la apertura universal, el cambio del propio universo pseudo-religioso. Y esa salvación posible para todos no es una ingenuidad religioso-social, sino el encuentro con una persona que te incorpora en un nuevo dinamismo: el Mesías salvador. Juan no es el Mesías, sino su esclavo, su anunciador. Y muere como profeta: mientras el pueblo y los pecadores responden al apelo del Bautista con la conversión, los poderosos responden con la violencia represiva y Juan termina su carrera en la cárcel, dando su último testimonio antes del ingreso de Jesús, el profeta definitivo.

El llamado de Juan Bautista sigue siendo actual. En su reciente viaje a Asís, Benedicto XVI ponía el ejemplo de san Francisco, del mismo modo que había citado un mes antes el de san Agustín. Del pobrecito de Asís, recordaba aquella llamada que recibió en la pequeña iglesia de San Damián, hace ahora ochocientos años, cuando tenía apenas veinticinco de edad. Mientras hacía oración, escuchó que el crucifijo le dirigía una palabra programática: “Ve, Francisco, repara mi casa”. Como es sabido, san Francisco supuso que se trataba de reparar aquella construcción, pero más tarde caería en la cuenta de que se trataba de reconstruir la Iglesia entera.

El papa Benedicto XVI hacía ver que hay un requisito previo: reconstruir la propia vida como casa de Dios: “Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón, para ser después levadura evangélica tirada a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad. He visto en Rivotorto el lugar donde, según la tradición, estaban relegados aquellos leprosos a los cuales el Santo se avecinó con misericordia, comenzando de ese modo su vida penitente, y también el Santuario donde se evoca la pobre morada de Francisco y de sus primeros hermanos”.

Una conversa de nuestros tiempos afirma: “es molesto que se hable sobre una conversión como si fuese algo que se hace una vez y para siempre. De hecho, cuando uno es recibido en la Iglesia Católica, no da un paso final, sino, por el contrario, uno muy importante. Conversio significa ir hacia atrás, volverse hacia Dios. Es un proceso continuo que dura toda la vida. En este camino no se puede dar nada por supuesto. Incluso nada es seguro en él. Todo lo que se ha ganado se puede perder. Se necesita renovar el propio deseo de convertirse cada día, y cada día significa empezar una vez y otra y otra, nada es seguro, nada está ganado definitivamente hasta el final (…). Se dan conversiones todos los días; cada día, te levantas después de haber caído y renuevas el deseo de seguir las huellas de Cristo, algo difícil que llena de alegría”. (Matlary J. El amor escondido. Belacqua. Barcelona 2002, p. 87).

Conversión del corazón, arrepentimiento de los pecados, recomenzar cada día. El recuerdo del nacimiento del Bautista, que anuncia el gran evento de la Encarnación, debe reforzar en nuestros corazones el llamado de Jesús que también hoy, como hace ochocientos años a Francisco, nos dirige su palabra: “ve y repara mi casa”. Comienza con la plena conversión de tu corazón, para ser después levadura evangélica tirada a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad.

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