La violencia y las guerras son un flagelo de toda sociedad. Desde los cuatro puntos cardinales y a través de los tiempos se levanta el clamor de muchedumbres impotentes pidiendo el regalo de la paz, de la cordura, de la justicia, del amor. A veces parece que el poder de los fuertes y de los violentos se burlara de la petición multitudinaria de los pacíficos y de los sencillos. Pero la liturgia y la Sagrada Escritura salen al encuentro del ser humano tentado por la desesperanza.
En la semana XIV del tiempo ordinario se invita a la memoria de las cosas buenas que Dios ha hecho por nosotros: “Recordaremos, Señor, los dones de tu amor en medio de tu templo. Que todos los hombres de la tierra te conozcan y alaben, porque es infinita tu justicia”. Y en la Colecta de ese mismo domingo se explica la razón de la esperanza, que es el valor infinito de la salvación alcanzada por Cristo: “Dios nuestro, que por medio de la muerte de tu Hijo has redimido al mundo de la esclavitud del pecado, concédenos participar ahora de una santa alegría y, después en el cielo, de la felicidad eterna”.
El profeta Isaías presenta, en sus últimos capítulos (66,10-14), una imagen de Dios novedosa en el Antiguo Testamento: lo hace ver como una madre que lleva a sus hijos abrazados, los alimenta y les da el mejor regalo materno, que según el profeta es la paz: Alégrense con Jerusalén, gocen con ella todos los que la aman; para que se alimenten de su pechos, se llenen de sus consuelos y se deleiten con la abundancia de su gloria. Porque así dice el Señor: "Yo haré correr la paz sobre ella, como un río, y la gloria de las naciones como un torrente desbordado. Como niños serán llevados en el regazo y acariciados sobre sus rodillas; como un hijo a quien su madre consuela, así los consolaré yo. En Jerusalén serán ustedes consolados. Al ver esto se alegrará su corazón y sus huesos florecerán como un prado; y los siervos del Señor conocerán su poder".
Cuando el Catecismo de la Iglesia explica la revelación de Dios como Trinidad, comienza con un apartado sobre “El Padre revelado por el Hijo”. Y cita este pasaje de Isaías: Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre (…) conviene recordar que Dios transciende la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios” (n. 238).
Dios es nuestro padre, es la única verdadera fuente del don de la paz. Por eso, el fundamento de la vida espiritual de muchos cristianos es el sentirse hijos pequeños de Dios. Así lo describe de modo bello San Josemaría Escrivá: “Tenía por costumbre, no pocas veces, cuando era joven, no emplear ningún libro para la meditación. Recitaba, paladeando, una a una, las palabras del Pater Noster, y me detenía —saboreando— cuando consideraba que Dios era Pater, mi Padre, que me debía sentir hermano de Jesucristo y hermano de todos los hombres. No salía de mi asombro, contemplando que era ¡hijo de Dios! Después de cada reflexión me encontraba más firme en la fe, más seguro en la esperanza, más encendido en el amor. Y nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude —mientras puedo— la vida de infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad” (Carta 8-XII-1949, n. 41 en (Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, pag 404).
La promesa de Isaías se cumple en el capítulo décimo de san Lucas, en el que se presenta la misión de los 70 ó 72 discípulos, con sus exigencias: estos discípulos -nosotros mismos- somos el río de paz que Dios Padre envía al mundo. Como dice la Biblia de Navarra, “Jesús envía ahora a otros setenta y dos discípulos a «toda ciudad y lugar» (v. 1) con instrucciones muy semejantes a las que había dado a los Doce (cfr 9,1-5). El número 72 tal vez aluda a los descendientes de Noé (cfr Gn 10) que formaban las naciones antes de la dispersión de Babel (cfr Gn 10,32). En todo caso parece que señala la universalidad de la misión de Cristo”. Fabris cuenta que en algunos manuscritos se habla de 70 discípulos, como 70 son las naciones de la tierra, según la visión judía, o el número de colaboradores de Moisés en la tradición bíblica.
Según este autor, Lucas quiere justificar con este relato la misión de todos los discípulos y no solo de los doce apóstoles. El estilo y el método de la misión cristiana son los mismos que tenían los Doce. Navarra concluye que, junto a la universalidad de la misión, las palabras de Jesús apuntan también a la urgencia de evangelizar. Dos notas que estarán presentes en la acción misionera de la Iglesia: «Hoy se pide a todos los cristianos, a las iglesias particulares y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado y la misma disponibilidad para escuchar la voz del Espíritu.
“La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: «El Reino de Dios está cerca de vosotros».
Las exigencias de vida ascética para los discípulos son una ilustración, según Gnilka, de lo que es el reinado de Dios que predican Jesús y ellos mismos. Tienen conciencia de estar a merced de ese Dios que anuncian, testimonian que se han confiado a aquel que va a erigir su reinado. Por eso el silencio (no saludéis a nadie por el camino), que debe orientar la atención hacia su palabra sobre el Reino, con la que iban de un lado para otro como llevando un regalo precioso.
Por eso en la antífona anterior al Evangelio se consideran las palabras de Pablo: “Que en vuestros corazones reine la paz de Cristo; que su palabra habite en vosotros con toda su riqueza". Hijos de Dios, comprometidos con la paz entre todos los hermanos del mundo, que eso somos. Terminamos con una reflexión sobre la naturaleza de la paz que propuso el Concilio Vaticano II: "La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). (…) La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar. La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres” (GS 78).
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