Ir al contenido principal

“Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo".


Con la adoración de los Reyes de Oriente al Niño recién nacido, celebramos hoy la manifestación, la Epifanía del Señor a toda la tierra. Así vamos llegando al final de esta Navidad. Después de la fiesta del Bautismo del Señor, mañana, volveremos a partir del martes al tiempo ordinario, al trabajo cotidiano. Pero antes debemos profundizar en el significado luminoso que nos ofrece esa estrella que guió en el pasado la esperanza de los Reyes y hoy debe guiar la nuestra en el año que comienza. 

El Catecismo explica el significado de la Epifanía (n. 528): La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y con las bodas de Caná, la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos “magos” venidos de Oriente (Mt 2,1). La antífona de las Vísperas une estas tres fiestas: "Mantenemos nuestro Día Santo adorado con tres milagros: hoy una estrella condujo a los Reyes Magos hasta la cuna, hoy el vino se convirtió en agua en una boda, hoy en el Jordán Cristo deseó ser bautizado por Juan para salvarnos"]. En estos “magos”, representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para “rendir homenaje al rey de los Judíos” muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David al que será el rey de las naciones, el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento. 

El Compendio del Catecismo (n. 128) la resume en una frase: “la Epifanía es la manifestación del Rey-Mesías de Israel a todos los pueblos”: Mirad que llega el Señor del universo; en sus manos está el reino, la potestad y el imperio. Pero, ¿qué nos dice esa fiesta hoy a nosotros que, procediendo de una cultura lejana a la Oriental, sin embargo nos consideramos miembros de una sociedad cristiana? Quizá nos invita a preguntarnos precisamente por el influjo que nuestra confesión de fe marca en el ambiente en el que nos movemos. Quizá necesitamos de nuevo una palabra profética, como la de Isaías (60, 1-6), que nos anime a levantarnos y a resplandecer porque Jesucristo, nuestra luz, ha llegado: “Es verdad que la tierra está cubierta de tinieblas y los pueblos de oscuridad, pero sobre ti amanece el Señor y se manifiesta su gloria. A tu luz caminarán los pueblos, y los reyes al resplandor de tu aurora”. Con el Salmo 71 podemos pedir hoy por la nueva evangelización de nuestra sociedad: “Que te adoren, Señor, todos los pueblos”. Queremos contagiarnos del espíritu que movía a san Pablo a llegar hasta el extremo de la tierra para anunciar el misterio, “un plan que consiste en que todos los pueblos comparten la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y participan de la misma promesa en Jesucristo” (Ef 3, 2-6).

Antes de ser elegido Papa, el Cardenal Ratzinger invitaba a considerar la necesidad de una nueva evangelización, “más allá de la evangelización permanente y “clásica”, que nunca ha sido interrumpida y que jamás debe interrumpirse”. Pero esta nueva evangelización debe guiarse por la humildad y la fe: es Dios quien da el fruto, en el momento oportuno, no hay que dejarse obnubilar por la necesidad de grandes resultados inmediatos. El método para esa nueva evangelización es silencioso, divino. A los magos no los convenció un gran razonamiento, sino el poder de Dios manifestado en el firmamento: Hemos visto su estrella en el Oriente, y venimos a adorarlo”
 
Por eso, el Cardenal Ratzinger recordaba la importancia de la oración para el nuevo mandato apostólico. Hemos de obrar como Cristo, que “predicaba de día y rezaba de noche”. “Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. Esto será válido por siempre: no podemos ganarnos nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe recubrir una vida de oración. Y debemos agregar otro paso más: Jesús predicaba de día y rezaba de noche, pero esto no es todo. Su vida entera fue ―como lo muestra con gran belleza el Evangelio de San Lucas― un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Es ésta, su pasión, la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión da fuerza a su palabra”.

Podemos terminar pidiendo, con la Oración Colecta de la Misa de Epifanía: “Señor, Dios nuestro, que por medio de una estrella diste a conocer en este día a todos los pueblos el nacimiento de tu Hijo, concede a los que ya te conocemos por la fe llegar a contemplar un día, cara a cara, la hermosura de tu inmensa gloria”.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Doce Apóstoles, columnas de la Iglesia

Explica I. de la Potterie (María nel mistero dell’Alleanza) que «la idea fundamental de toda la Biblia es que Dios quiere establecer una Alianza con los hombres (…) Según la fórmula clásica, Dios dice a Israel: “Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios”. Esta fórmula expresa la pertenencia recíproca del pueblo a Dios y de Dios a su pueblo».   Las lecturas del ciclo A para el XI Domingo formulan esa misma idea: En primer lugar, en el Éxodo (19, 2-6a) se presentan las palabras del Señor a Moisés: «si me obedecéis fielmente y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos , porque toda la tierra es mía; seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa». Y el Salmo 99 responde: « El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo . Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quién nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño».  El Evangelio de Mateo (9, 36-38; 10, 1-8) complementa ese cuadro del Antiguo Testamento, con l

San Mateo, de Recaudador de impuestos a Apóstol

(21 de septiembre). Leví o Mateo era, como Zaqueo, un próspero publicano. Es decir, era un recaudador de impuestos de los judíos para el imperio romano. Por eso era mal visto por sus compatriotas, era considerado un traidor, un pecador. Probablemente había oído hablar de Jesús o lo había tratado previamente. Él mismo cuenta (Mt 9, 9-13) que, cierto día, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió. Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: "¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?" Jesús lo oyó y dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa "misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". Mateo sigue inm

Marta y María. Acoger a Dios.

Uno de los diagnósticos más certeros del mundo actual es el que hace Benedicto XVI. De diversas formas ha expresado que el problema central se encuentra en que el ser humano se ha alejado de Dios . Se ha puesto a sí mismo en el centro, y ha puesto a Dios en un rincón, o lo ha despachado por la ventana. En la vida moderna, marcada de diversas maneras por el agnosticismo, el relativismo y el positivismo, no queda espacio para Dios.  En la Sagrada Escritura aparecen, por contraste, varios ejemplos de acogida amorosa al Señor. En el Antiguo Testamento (Gn 18,1-10) es paradigmática la figura de Abrahán, al que se le aparece el Señor. Su reacción inmediata es postrarse en tierra y decir: "Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases junto a mí sin detenerte”. No repara en la dificultad que supone una visita a la hora en que hacía más calor, no piensa en su comodidad sino en las necesidades ajenas. Ve la presencia de Dios en aquellos tres ángeles, y recibe com