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Reinar sirviendo


Al final del año litúrgico, la Iglesia celebra la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. Se quiere remarcar que Jesús reina, aunque hoy no parezca tan claro. Los poderosos de la sociedad quisieran desterrarlo de la educación, de la familia, de la política, de la información. A veces, parece que fueran a lograrlo pronto. De hecho, hay zonas del mundo donde ese dominio parece incontrovertible. ¿Hasta dónde llegará esa tendencia? ¿Será posible acabar con ese reinado que parece atentar contra ciertas estabilidades? ¿O, como en el caso de Herodes, los perseguidos son inocentes cuyo testimonio será fortaleza para un renacer postrero?

La Sagrada Escritura presenta, en diversas ocasiones, la verdad de ese reinado universal: el profeta Daniel anuncia (7,13-14): “Yo, Daniel, en una visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo alguien semejante a un hijo de hombre; avanzó hacia el anciano y fue introducido ante su presencia. Entonces recibió poder, gloria y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo servían. Su poder es eterno, nunca acabará, y su reino jamás será destruido”.  

El Salmo 92 proclama: El Señor es rey; está vestido de esplendor; está vestido y rodeado de poder. Tu trono está firme desde siempre, tú existes desde la eternidad. Además, la contemplación del reinado de Cristo no es, para nosotros, un gesto pasivo, sino que nos involucra, pues somos hermanos de ese Rey. Por eso, san Juan proclama en el Apocalipsis (1,5-8): Al que nos ama y nos liberó de nuestros pecados con su propia sangre, al que nos ha constituido en reino y nos ha hecho sacerdotes para Dios, su Padre, toda la gloria y el poder por los siglos de los siglos”.

Jesús reina y los cristianos somos su reino, sus sacerdotes. Una de las claves del mensaje de Jesucristo es el anuncio del Reino: “Buscad primero el reino de Dios y toda su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura”. Para llevar esa invitación a la práctica, habría que preguntarse antes: ¿En qué consiste ese reinado, para poder comenzar la búsqueda? La escena del interrogatorio ante Pilato es muy útil para aclararse. El mismo apóstol Juan (18, 33-37) cuenta que Pilato preguntó a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?" Jesús le contestó: "¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?" Pilato le respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?" Jesús le contestó: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí". Pilato le dijo: "Con que, ¿tú eres rey?" Jesús le contestó: "Tú lo has dicho: Yo soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz". 

Jesús proclama que es Rey ante su verdugo, pocas horas antes de morir abandonado de casi todo el mundo. Su reinado es anunciar la verdad de Dios: que no ha rechazado padecer hasta la muerte en obediencia al Padre y en servicio a sus hermanos. Benedicto XVI explica, en el n. 12 de la Encíclica Deus Caritas est, que ésa es la originalidad del planteamiento de Cristo sobre el reinado, un reino que no es imposición, sino servicio. “La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”.

En cristiano, reinar es amar, reinar es servir, entregarse hasta la muerte, convertir el odio y la violencia en amor, la muerte en vida. Es lo que canta el Prefacio de la Misa: “Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ungiéndolo con óleo de alegría, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz”.

Es misión del cristiano extender ese reinado en su tiempo y en su espacio, hacer vida suya la vida de Cristo, dejar que Él reine, ante todo, en la propia vida. Es lo que predicaba san Josemaría en esta solemnidad: “Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si El preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que El reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey. Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. (…) Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por El, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen” (Es Cristo que pasa, n. 181-2).

Reinar sirviendo. En María vemos hecha vida esa actitud. Desde antes de la Anunciación, se consideraba esclava del Señor. Cuando se entera del embarazo de su prima, la anciana Isabel, se dirige con prisa a acompañarla durante tres meses. En las bodas de Caná…, toda su vida, hasta el Calvario y Pentecostés se resumen en ese modo de vida que acrisoló al lado de su Hijo: Reinar sirviendo.

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