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El amor plenamente humano


En el tiempo que lleva al frente de la Iglesia, Benedicto XVI ha marcado su impronta intelectual y piadosa, conciente –como lo era Juan Pablo II- de que el Señor lo ha puesto en ese lugar para cosechar y poner a disposición de la humanidad aquello que le había permitido sembrar durante su vida previa. Si bien todo su Magisterio está lleno de esa savia iluminada por una luz especial del Espíritu Santo, no cabe duda de que algunas intervenciones han tenido especial resonancia para el mundo teológico –que no siempre coincide con el ambiente mediático-. Además de las palabras dirigidas a los Cardenales poco después de su elección, la homilía de inicio de ministerio petrino, la Encíclica Deus caritas est, el discurso a la Curia para la Navidad del 2005 y la conferencia al mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona, me atrevo a señalar el Discurso A los participantes en la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma (5 de junio de 2006), sobre “la alegría que proviene de la fe y su relación con la educación de las nuevas generaciones”.

Lo digo porque en esas palabras hace un diagnóstico preciso acerca de la situación contemporánea: “se pueden descubrir dos líneas de fondo de la actual cultura secularizada, claramente dependientes entre sí, que impulsan en dirección contraria al anuncio cristiano y no pueden menos de incidir en los que están madurando sus orientaciones y opciones de vida. La primera de esas líneas es el agnosticismo, que brota de la reducción de la inteligencia humana a simple razón calculadora y funcional, y que tiende a ahogar el sentido religioso inscrito en lo más íntimo de nuestra naturaleza. La segunda es el proceso de relativización y de desarraigo que destruye los vínculos más sagrados y los afectos más dignos del hombre, y como consecuencia hace frágiles a las personas, y precarias e inestables nuestras relaciones recíprocas”.

Además de ese importante retrato del panorama actual, llama la atención la propuesta que hace para enfrentarlo, a tono con la Encíclica: vivir la fe como alegría, sabiéndose amados personalmente por Dios con un amor tan grande que perdona mucho más de lo que nosotros somos capaces de fallar. Un amor que “pone a Dios contra sí mismo”, hasta llevarlo a morir en la Cruz: "Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo sigue hasta la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia con el amor" (Deus caritas est, 10). El Papa pide a la Iglesia de hoy que sea “una compañía de amigos realmente digna de confianza, cercana en todos los momentos y circunstancias de la vida, tanto en los alegres y gratificantes como en los arduos y oscuros; una compañía que no nos abandonará jamás ni siquiera en la muerte, porque lleva en sí la promesa de la eternidad”. Es una llamada a la responsabilidad y la entrega limpia, a mostrar con los hechos humanos las características del amor de Dios.

La clave de la situación actual consiste en ser testigos del amor: saberse amados y, por tanto, destinar la propia vida como amor a Dios y al prójimo. Pero el Papa se hace a sí mismo la pregunta que puede llegar de diversas partes: ¿cómo hablar de amor en la Iglesia, si parece que el cristianismo le tiene miedo al amor? ¿no será cierto que “el cristianismo, con sus mandatos y prohibiciones, pone demasiados obstáculos a la alegría del amor, y en especial impide gustar plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su amor mutuo”?

La respuesta de Benedicto XVI va en la línea de lo anunciado en la JMJ de un año atrás: “Al contrario, la fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo sano, fuerte y realmente libre: precisamente este es el sentido de los diez Mandamientos, que no son una serie de "no", sino un gran "sí" al amor y a la vida. En efecto, el amor humano necesita ser purificado, madurar y también ir más allá de sí mismo, para poder llegar a ser plenamente humano, para ser principio de una alegría verdadera y duradera; por consiguiente, para responder al anhelo de eternidad que lleva en su interior y al que no puede renunciar sin traicionarse a sí mismo. Este es el motivo fundamental por el cual el amor entre el hombre y la mujer sólo se realiza plenamente en el matrimonio”.
 
También puede uno interrogarse, con toda la frialdad del caso, como le preguntaba un periodista a Mons. Javier Echevarría: “Ante la sucesión de casos de curas pederastas, ¿la Iglesia se siente igualmente legitimada para seguir pidiendo castidad antes del matrimonio?” A lo cual respondió el Prelado del Opus Dei: “La continencia se encuadra en la moral cristiana; es decir, en el comportamiento conforme a la dignidad de la persona y a su verdadera felicidad. La doctrina en relación con el matrimonio no cambiará nunca. Si se descubriera robando a un fiel católico –sacerdote o laico–, la Iglesia tampoco reformaría su doctrina sobre el robo. (El Correo, Bilbao, 23-II-2003. Cf. Romana, n. 36). 

Son las enseñanzas de la Sagrada Escritura, que Juan Pablo II anunció con toda profundidad en sus catequesis sobre la “Teología del cuerpo”: ya desde el capítulo segundo del Génesis se enseña el origen divino del amor humano, cuando explica la unidad de los dos géneros: “Y del costado (pleura) del hombre, Dios formó una mujer; se la presentó al hombre y éste exclamó: "¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Por eso será llamada Mujer, porque ha sido formada del hombre". Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne". 

Y en el Evangelio (Marcos 10, 2-16), Jesucristo lo valora de nuevo, remontándose al origen para evitar la casuística a la que había llevado la dureza del corazón: “Se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?" El les respondió: "¿Qué os mandó Moisés?" Ellos contestaron: "Moisés permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la mujer". Jesús les dijo: "Moisés prescribió esa norma debido a la incapacidad para entender los planes de Dios. Pero desde el principio Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".

Benedicto XVI invita a afrontar estos temas también hoy, sin “dejar de lado, por miedo o por vergüenza, la gran cuestión del amor: si lo hiciéramos, presentaríamos un cristianismo desencarnado, que no puede interesar de verdad al joven que se abre a la vida. Sin embargo, también debemos introducir en la dimensión integral del amor cristiano, donde el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos y donde el amor al prójimo es un compromiso muy concreto. El cristiano no se contenta con palabras, y tampoco con ideologías engañosas, sino que sale al encuentro de las necesidades de sus hermanos comprometiéndose de verdad a sí mismo, sin contentarse con alguna buena acción esporádica. Así pues, proponer a los muchachos y a los jóvenes experiencias prácticas de servicio al prójimo más necesitado forma parte de una auténtica y plena educación en la fe”. Inmediatamente después une el tema del amor a la búsqueda de la verdad, pero esto podremos analizarlo en otra ocasión.

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