Uno de los primeros experimentos escolares, que casi
todos recordamos, es de biología: la germinación de una semilla. Para la curiosidad
del niño es impresionante ese milagro de la vida: ver cómo se producen nuevas plantas
a partir de un simple grano. En algún momento del progreso de la humanidad, el ser
humano experimentó la misma sensación y dejó de ser nómada al dedicarse a las labores
agrícolas.
En el Oriente medio siempre ha sido muy difícil esa
labor, por tratarse de una zona desértica y, en algunas partes, pedregosa. Las personas
de esas regiones son conscientes del esfuerzo que supone y, por eso, varios de los
primeros ritos de las religiones primitivas tienen relación natural con la siembra
y la cosecha.
La revelación judía asumió algunos de esos rituales
y los elevó en su liturgia. Por ejemplo, el «libro del consuelo» de Isaías (55,10-11),
compara la Palabra de Dios con la parábola de una semilla que germina gracias a
la lluvia que envía el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo,
y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,
para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra, que sale
de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi
encargo. El salmo 64, llamado «el canto de la primavera», agradece a Dios esas
lluvias fecundas que preparan las cosechas. Y la liturgia cristiana da un paso adelante, al aplicar
estas palabras a la Encarnación del Hijo de Dios: Ábranse los cielos y llueva
de lo alto bienhechor rocío, como riego santo, canta un gozo tradicional de
Adviento.
Los Evangelios sinópticos reportan el discurso de las
parábolas del Señor. Mateo y Marcos lo enmarcan a la orilla del mar: Y acudió
a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y toda la gente se quedó
de pie en la orilla. Les habló muchas cosas en parábolas (Mt 13,1-52). La jornada
debía de ser agradable. La barca —probablemente la de Pedro— sirve como púlpito
y la playa como auditorio.
Por su parte, en el centro del Evangelio de san Lucas
se encuentran el discurso del llano y las parábolas del Reino. La primera de ellas
es la del sembrador (Lc 8,4-15), que
para los labriegos de aquel paraje debería sonar muy familiar: Salió el sembrador
a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y
los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después
de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos,
creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después
de brotar, dio fruto al ciento por uno. Esta parábola es la más representativa
de todas, ya que es la única que aparece, narrada y explicada, en los tres Evangelios
sinópticos. También es muy rica en significados. Así, por ejemplo, los exégetas
disputan sobre cuál sería el título más adecuado, según la interpretación que se
quiera resaltar: además del que le hemos dado en este capítulo, también podría ser
«la parábola de la semilla», o «de los cuatro terrenos».
La primera pregunta es por el protagonista de la parábola.
Las principales interpretaciones, que se remontan a san Jerónimo, enseñan que el
sembrador es el Hijo, que siembra la palabra del Padre: «Jesús, como predicador
de la palabra, reflexiona sobre su propio ministerio, valorando los resultados de
su predicación» (Estrada 1994, p.138. Cf. Oden y Hall, 2000, 1a, p.348).
El segundo interrogante es por la semilla. Nos vienen
a la mente las palabras de Jesús el Domingo de Ramos: si el grano de trigo no
cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24).
Benedicto XVI también explica que la clave hermenéutica «de todas las parábolas
—todo el mensaje sobre el Reino de Dios— se ponen bajo el signo de la cruz, (…)
la extrema radicalización del amor incondicional de Dios».
Pero hay otra línea complementaria, y es el papel del
cristiano en esa siembra del amor de Dios. San Atanasio comenta que el divino sembrador
quiere contar con nosotros para la faena: «El que un día habría de ser grano de
trigo por su virtud nutritiva, de momento es un sembrador. Nosotros, los agricultores
de la Iglesia, vamos metiendo el azadón de las palabras por los sembrados, para
cultivar el campo de modo que dé fruto» (Citado por Comisión MC, 2004, IV, p.683).
San Josemaría añade una exégesis muy sugestiva en este
sentido, al explicar que, para compartir esa misión divina, el cristiano ha de íntimamente
unido a Dios: «La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta
en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la
empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose
en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro» (ECP, n.3). El cristiano
es invitado a unirse al misterio de la Cruz, a la corredención con Cristo, por la
purificación, por la comunión eucarística y el afán de apostolado, para convertirse
en «sembrador de paz y de alegría» (Cf. Ibídem, n. 30).
Llegamos así a la tercera interpretación, la de los
terrenos, en la cual hay cuatro escenarios: en el primero, la semilla cayó al
borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se la comieron. Se trata,
según explica el Señor más adelante, de los que escuchan, pero luego viene el
diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Se
refiere, en primer lugar, a los sacerdotes de su tiempo, sordos para atender el
mensaje de Jesús; pero también podemos aplicarla a nosotros, que igualmente debemos
entender la palabra del Reino, escucharla con oídos atentos, estudiarla, profundizar
en su sentido. Para eso, es oportuno llevar los textos a la oración, estudiar su
significado acudiendo al Magisterio de la Iglesia, al Catecismo, al testimonio de
los santos y de buenos teólogos, a los medios de formación que la Iglesia nos ofrece.
Otra semilla cayó en terreno pedregoso, y, después
de brotar, se secó por falta de humedad. Se refiere el relato a aquellos que,
al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por
algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Los débiles e inconstantes,
que el Señor señala, son las muchedumbres que lo seguían cuando hacía milagros,
pero después lo abandonarían el Viernes Santo. Critica Jesús la reacción sentimental
del entusiasmo pasajero, que no tiene raíces. La necesidad de estos fundamentos
se nota en el momento de la prueba, de la burla, cuando ser cristiano supone un
escándalo para el ambiente en el que nos movemos. Aunque probablemente no moriremos
mártires, sí debemos estar dispuestos a dar la cara, a ofrecer el testimonio de
nuestra vocación cristiana, a ser fieles, cueste lo que cueste.
La tercera semilla cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo
al mismo tiempo, la ahogaron. Estos son los que han oído, pero,
dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados
y no llegan a dar fruto maduro. Son las personas que no viven de acuerdo con las enseñanzas del Señor: «Parte
de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: hay corazones que
se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de fraternidad,
son aceptados y proclamados, pero —no pocas veces— son desmentidos con los hechos»
(ECP, n.150). Señor: te pedimos no cerrarnos a la luz de la fe, que los afanes,
riquezas y placeres de la vida no entorpezca la labor divina en nuestras almas.
Llegamos así al último escenario: la cuarta semilla
cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno.
Se trata de los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan
y dan fruto con perseverancia. El Señor garantiza una cosecha abundante. Nosotros
queremos ser esa tierra buena, fecunda, preparada para superar las temporadas de sol y de lluvia. Una tierra abonada con la penitencia,
con la mortificación, con el amor a la Cruz, que crece en la Santa Misa. Una tierra
dócil, fructífera, feraz.
Para meditar qué tipo de tierra somos, de acuerdo con
nuestra respuesta de amor a la siembra divina, nos puede servir un texto de J. Echevarría:
«En no pocos casos, el defecto de nuestra dejadez radica en la superficialidad: el amor se muestra frívolo,
pasajero; como si el corazón fuera uno de esos caminos por donde pasan todos y nadie
marca una huella, como la semilla que arroja el sembrador de la parábola. En otros
momentos, se levanta un amor demasiado sentimental,
poco recio; como si el corazón no supiera en esos casos acoger “las duras y las
maduras”; y así, buscando sólo el goce —sin aceptar la contrapartida del dolor y
del sacrificio—, brota un amor sin fruto. En otras ocasiones, parece como si el corazón no albergara sino amoríos:
¡tantos y tan distintos y aun opuestos se demuestran los afectos que lo mueven!
Se diría, en esos casos, que la persona, como la Magdalena antes de encontrar a
Cristo, va tras amores que no la satisfacen, no fomenta un amor de verdad. Y hay
también circunstancias —muchas, gracias a Dios—, en las que el corazón se decide
a amar hasta el final» (2005, p.71).
Hemos analizado tres significados de la parábola: el
sembrador, la semilla y los terrenos. Llegamos al cuarto aspecto, que es la cosecha
abundante, señal escatológica de que el Reino de Dios ha llegado y fructificará
como resultado del sacrificio de Cristo: «El Reino no llega de manera triunfal ni
de una vez por todas, sino que se despliega poco a poco, alternando momentos de
éxito y períodos sin demasiados logros. Con todo, se impone la confianza: Dios mismo
culminará con una gran cosecha» (Puig, 2004, p.327).
En aquella época, una siembra buena era la que fructificaba
el cincuenta. Y Jesús promete hasta el ciento: «Si miramos a nuestro alrededor,
a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la
parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de
entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han
cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven
—sin saberlo quizá— por ideales nacidos del cristianismo» (ECP, n.150).
El papa
Francisco aplica la metáfora de la tierra buena a la Virgen María: «En el contexto
del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso, que escucha y guarda
la Palabra, es un retrato implícito de la fe de la Virgen María» (2013, n.58). Pidamos a la Virgen Santísima que nuestro amor sea fiel
como el suyo; que nos convierta en tierra fecunda que se decide a amar hasta el
final «y se traduce en una entrega que intenta corresponder con más de lo que recibe:
treinta por uno, sesenta por uno, ciento por uno» (Echevarría, Ídem.).
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