Los evangelios que se leen en la liturgia de los domingos de Cuaresma están cuidadosamente seleccionados por su valor catequístico para este tiempo. Este año hemos meditado ya las tentaciones del desierto, la transfiguración, y en el III domingo leeremos el encuentro de Jesús con la samaritana.
Según explica Okure, después de predicar a los judíos, Jesús se dirige ahora a los samaritanos, para atender después a los griegos. De ese modo, proclama su evangelio a todas las naciones. Jesús se sienta junto a un pozo, “fatigado del viaje”. Este verbo se usa en el NT aplicado a la labor misionera. El diálogo con la samaritana tiene dos partes: el don de Dios (agua viva) y el conocimiento de quién es Jesús. En el v. 10 está el núcleo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva”.
La samaritana es un personaje importante, pues había una larga historia de desavenencias entre judíos y samaritanos: se decía que estos últimos eran poseídos por el diablo. No se tenían en cuenta como nación. Las samaritanas eran consideradas ritualmente impuras por naturaleza. Además, la mujer samaritana de este diálogo en concreto tenía una vida moral bastante “aproximativa”, pues ya eran cinco los maridos que ajustaba.
Por el contrario, el evangelista presenta a Jesús como el regalo de Dios para la humanidad, que otorga el “agua viva”, el Espíritu Santo: Si conocieras el don de Dios tú le habrías pedido a él (cf. las lecturas del III domingo de Cuaresma: Ex 17, 3-7: “Danos agua para beber”, Rom 5, 1-2.5-8: “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo” y Jn 4, 5-42: “Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”). El que recibe ese don del agua viva recibe a Cristo, al Padre y al Espíritu Santo.
El Catecismo de la Iglesia hace una interpretación bellísima de este pasaje evangélico y lo aplica a la oración como don de Dios: «"Si conocieras el don de Dios". La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (cf. San Agustín) » (CEC, n. 2560).
La samaritana descubre que habla con un profeta. Por tanto, puede responder la gran duda judía, sobre el verdadero culto a Dios. Jesús redirige la pregunta: no importa el sitio sino el significado correcto. Dios posibilita en los creyentes una adoración auténtica. Adorar en espíritu y verdad significa orientar la vida hacia Dios. Jesús es el modelo de tal adorador.
En este sentido, podemos meditar el excursus de Benedicto XVI en la homilía que pronunció en su primera Jornada mundial de la juventud, el 21 de agosto del 2005: “Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra "adoración" en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos.La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser”. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena.
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