Una
de las características del Adviento, “tiempo de piadosa expectativa” según el
beato Pablo VI, es que prepara el encuentro con Jesús. Y lo hace de dos maneras
complementarias: de una parte, la más inmediata, que es la que nos reúne
alrededor del pesebre, anima a vivir la Navidad inminente con espíritu
encendido. Por otro lado, también ayuda a pensar en la venida definitiva de Jesús
al final de los tiempos: Cristo viene en cada celebración litúrgica, en cada
Eucaristía, pero también nos preparamos para la parusía.
En
este período litúrgico se consideran las virtudes teologales, que se llaman así
porque tienen como objeto, como origen y como fin a Dios mismo, y que recibimos
en el bautismo (la fe, la esperanza y la caridad). En cuanto virtudes, son
hábitos buenos, que nos ayudan a crecer en nuestra relación amorosa, creyente y
esperanzada con nuestro Señor. De las tres, la esperanza es la menos comentada,
la menos conocida, con mayor razón en nuestro tiempo. Como dice Gelabert (2014),
en estos momentos hace falta enseñar a esperar, entre tanta inmediatez:
“cabe
dudar sobre si hoy el hombre sigue preguntando por lo que podemos esperar (cf.
Kant); si para la actual cultura ambiental, demasiado preocupada por el
presente, la eficacia y la inmediatez, tiene sentido hablar de esperanza; si no
ha llegado un tiempo en el que se hace preciso enseñar a esperar. Ya S.
Kierkegaard, en ‘La enfermedad mortal’, pensaba que la desesperación es el secreto
de una existencia pagana”.
En
resumen, hoy se pide a los creyentes de este tiempo que justifiquemos y
anunciemos que la “realidad no es la existencia en los límites del mundo”, como
dicen algunos filósofos contemporáneos, sino en Dios, “que responde a las más
profundas aspiraciones del corazón humano” (Ibidem). En el fondo, la virtud de
la esperanza viene a decir que esas aspiraciones profundas que todos tenemos ―el
ansia de infinito, la sed de eternidades― se pueden cumplir.
Nos
sucede ahora como hace veintiún siglos: buscamos un sentido para nuestra vida,
pero el hombre actual no termina de encontrarlo. Esta situación se convierte en
un reto para el cristiano de hoy: convencerse de que en Dios está el sentido de
nuestra existencia, y anunciarlo a la cultura contemporánea. Por esa razón, la
Navidad es tiempo de alegría y esperanza, de paz y de amor, pero no se puede quedar
en palabras bonitas, en enunciados sin contenidos.
En
ese contexto, es muy útil considerar la segunda lectura del segundo domingo de
adviento, que es tomada del último texto del Nuevo Testamento ―que no es el
Apocalipsis, como algunos pensarían, sino la segunda carta de Pedro (3, 8-14)―.
Este breve libro fue escrito muy tarde y viene como a redondear la revelación
escrita. Entre otros aspectos significativos (como la participación de los
cristianos en la naturaleza divina, o la inspiración sagrada de los escritos
canónicos), la carta habla sobre la parusía, pues cuando se escribió empezaba a
haber resistencia entre algunos cristianos porque ya había pasado mucho tiempo
y Cristo no había regresado.
El
autor de la carta les escribe a los cristianos de todos los tiempos que todas estas cosas van a disolverse de este
modo, que llegará un momento en que habrá un juicio final y con él la
re-creación del universo ―no un cataclismo, como dicen algunas corrientes―.
¡Qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta,
mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios! Como
también hacía san Pablo, en este pasaje se invita a tomar decisiones de cambio
ante la consideración del final de este mundo, a tener el deseo de que Dios “se
ponga contento cuando nos tenga que juzgar” (cf. C, n. 746).
Ese día los cielos se disolverán incendiados y los
elementos se derretirán abrasados. Sobre este
tipo de descripciones, muchas veces se ha predicado con tintes apocalípticos
tratando de suscitar miedo ante el juicio divino. Pero el auténtico
cristianismo no le teme a Dios, sino que lo ama como un hijo pequeño. Teme
ofenderle, porque no quiere contristar a quien sabe que lo ha amado tanto.
Por
eso, el texto sagrado continúa: Pero
nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en
los que habite la justicia. Ese es el paraíso que vendrá después de la
parusía, cuando Dios será todo en todos, y que nosotros tenemos la misión de
adelantar, ayudando a reconciliar el mundo con Dios: uniéndonos a Él y
llevándole las realidades materiales que tenemos entre manos (la disciplina que
desempeñamos, la actividad científica en la que trabajamos profesionalmente, el
hogar en el que vivimos, etc.).
Por eso, queridos míos, mientras esperáis estos
acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, intachables e
irreprochables. El Espíritu Santo nos invita a vivir alegres en la esperanza,
sin caer en la desesperación ni en la presunción, ni en el abandono del mundo. Por
eso meditamos ahora sobre la esperanza, basados en la encíclica que Benedicto
XVI escribió sobre esa virtud (“Spe salvi”).
El
papa alemán cita (n. 7) un texto de san Gregorio nacianceno, muy interesante y
actual, muy “iluminador” dice él. Se trata de un sermón navideño, sobre la
Epifanía, la visita de los científicos de aquella época al Niño recién nacido:
“En
el mismo momento en que los Magos, guiados por la estrella, adoraron al nuevo
rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque desde entonces las
estrellas giran según la órbita establecida por Cristo. En efecto, en esta
escena se invierte la concepción del mundo de entonces que, de modo diverso,
también hoy está nuevamente en auge. No son los elementos del cosmos, las leyes
de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es
un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo”
Estamos
en el siglo XXI, con tanto desarrollo científico y los principales periódicos siguen
publicando páginas enteras con el horóscopo, pues es una de las secciones más
leídas. Sigue habiendo quien cree que las estrellas gobiernan su destino y su
libertad.
Gregorio
nacianceno concluye que “la última instancia no son las leyes de la materia y
de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona”. Digo que esta
cita es actual, a pesar de tratarse de un autor del siglo IV, porque ya
anticipa la deriva que correría el concepto de la esperanza a lo largo del
tiempo. En concreto, prevé el sentido que tomaría el pensamiento humano sobre
todo a partir de la edad moderna.
Benedicto
señala un punto de inflexión histórico en Francis Bacon, con el cual la nueva esperanza pasó a ser la fe en el
progreso, centrado en las ideas de razón
y libertad (cf. nn. 16-18). El hombre marca el destino, con su desarrollo
científico y experimental.
Este
proceso se concretó en dos manifestaciones políticas: las revoluciones francesa
y marxista, de la burguesía y del proletariado, que ―sin embargo― no cumplieron
sus expectativas. En ambas se cumplió la profecía de Kant, quien pensaba que el
reino de Dios consistía en superar la fe eclesiástica por la fe racional, la
predicación de la iglesia por una fe humana, pero él tampoco era ingenuo y se
daba cuenta que sea posibilidad llevaba sus riesgos y en otra obra advertía que
ese camino podría desembocar en el “final (perverso) de todas las cosas”
(citado en n. 19).
Esa
esperanza humana, política ―por donde ha ido una buena parte de la teología
contemporánea―, esos fracasos de la modernidad, demostraron la necesidad de
acudir a Dios. Benedicto XVI enseña que lo que redime al hombre es el amor, no
la ciencia. Pero debe ser un amor incondicionado, ilimitado. Y por ese camino
experimentamos lo que es la virtud de la esperanza: quien toca el amor se
transforma, intuye lo que es la vida, y cae en la cuenta de que las realidades
terrenales no satisfacen plenamente las aspiraciones del corazón humano.
La
dimensión incompleta de la vida terrena manifiesta la necesidad de un infinito,
que es lo que ofrece la esperanza: la satisfacción plena de nuestras ansias de
felicidad. Quien toca el amor intuye lo que es la vida, y comienza a paladear
la gloria, el reino, la vida eterna, como hacemos en la Navidad. Por esa razón
la liturgia nos invita a considerar esos cielos
nuevos y tierra nueva que esperamos: unirnos de tal manera a Cristo, que
apartemos de nuestra vida lo que nos aparte de Él, como sugiere san Juan
Bautista: “Preparad el camino del Señor,
enderezad sus senderos” (Mc 1, 1-8).
El
ser humano tiene muchas esperanzas pasajeras, pero solo se contenta con lo
infinito. La esperanza grande y verdadera, de la que el mundo necesita oír
hablar hoy más que nunca, solo puede ser Dios (cf. nn 26-31). Podemos pedirle a
Dios, en este diálogo de nuestra oración: Señor, yo quiero tener mi corazón
lleno de Ti, que no haya obstáculos entre tu Amor y el mío, que no me
empequeñezca buscando las cosas de aquí abajo; que mi corazón vuele alto, que
busque ideales grandes. Que no ponga mi esperanza en lo terrenal, sino en Ti.
Que solo busque amarte y, por Ti, a amar los demás, como hacía la Virgen María.
En
eso consiste la virtud de la esperanza: en plantearnos amores grandes. La
esperanza nos lleva a preocuparnos de la salvación de todas las almas, y a
responsabilizarnos del mundo. Amar, en Dios, todos los grandes ideales
terrenales. Nadie ama tanto la tierra, como el que tiene el corazón puesto en
el cielo:
“’Es
tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre ―me dices―, es una realidad’.
Entonces, el mundo
entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme ―amistad, arte,
ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas―, todo eso
deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo” (S, 293; cfr.
AD, 221).
La
esperanza nos catapulta, eleva nuestras ansias, nos llena de alegría
sobrenatural y de optimismo ante el mundo en que vivimos. Concluyamos pensando
cómo unirnos más a Dios a través de las realidades cotidianas y qué obstáculos
para esa unión hemos de rechazar.
El
papa Benedicto concluye su encíclica sobre la esperanza acudiendo a María, Estrella
del mar: “Tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la
esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, a esperar
y a amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla
sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”.
Santa
María, Esperanza nuestra, ruega por nosotros.
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