El Evangelio de san Marcos dice que, después de la última cena, Jesús fue con ellos a un huerto, llamado
Getsemaní (26,36). En arameo esta palabra
significa “prensa de aceite”, por lo cual se intuye que en ese lugar se procesaban
las olivas cosechadas en los alrededores. Se trata de un pequeño rincón del valle
del Cedrón, al oriente de Jerusalén, en la base del monte de los Olivos (Díez, 2010,148).
San Lucas añade que Jesús lo visitaba con frecuencia para orar cuando
se encontraba en la Ciudad Santa: se
encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos (22,39). Costumbre de orar. El Señor nos
da ejemplo de piedad frecuentemente: antes de los grandes acontecimientos, como
la elección de los Doce, pasa la noche en oración; al hacer milagros, el Evangelio
lo muestra en diálogo con su Padre. Ahora, en la recta final de su paso por la tierra,
también es modelo de plegaria: Y dijo
a los discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar».
¡Qué importante es dedicar unos ratos diarios a la conversación con
el Señor! Es muy común encontrar personas que habitualmente rezan una pequeña oración
al despertarse y quizá también agradecen a Dios antes de irse a la cama… ¡y poco
más! Aprovechemos la contemplación de Jesús orante para concretar el propósito de
dedicar unos ratos diarios, ojalá un tiempo fijo y a hora determinada, para contarle
al Señor nuestras cosas, meditar en su vida, fortalecer nuestra relación con Él
y lograr, de esa manera, tenerlo como nuestro mejor amigo.
Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo… El Señor se acompaña con los tres discípulos
mejor preparados, los mismos que lo habían asistido en los momentos de gloria, como
la transfiguración en el monte Tabor o la resurrección de la hija de Jairo. Vemos
la importancia de la amistad humana, que hasta el mismo Dios encarnado la quiso
vivir: os he llamado amigos. Amistad
que no solo consiste en dar —Nadie tiene amor más grande que el que da la vida
por sus amigos (Jn 15,13)—, sino que
también recibe. En este caso, Jesús no solo no rehúye, sino que busca la compañía
de aquellos amigos a los que tanto quería. Nos sirve también para pensar en el valor
que tiene, a los ojos del Señor, la intercesión de los santos, que han sido sus
mejores amigos en la tierra.
Empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está
triste hasta la muerte». Meditando esta sincera confesión de Jesucristo a los apóstoles podemos
considerar que, entre las manifestaciones de la amistad, se encuentra la apertura
del alma, la comunión del consuelo humano, y el buscar juntos la ayuda divina. Jesús,
como buen amigo, comparte su pasión con los discípulos más cercanos. Y los invita
a ellos —también a nosotros ahora— a ser corredentores con Él: «quedaos aquí y velad conmigo». ¿En qué consiste esa vigilancia, esa vela
que el Señor le pide a sus tres discípulos más cercanos? El papa Benedicto explicaba
que es tomar conciencia tanto sobre la
cercanía de Dios como sobre el poder amenazante del mal. También decía que la causa
de la tristeza de Jesús es la somnolencia de los cristianos (cf. 2011, 181).
Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba… Amistad con los
hombres, pero con fundamento en el abandono en Dios. Conversación con los amigos,
pero primacía del trato con el Padre. En el mismo texto citado, el papa alemán se
detenía en la posición de Jesús cuando oraba: rostro en tierra, que denota sumisión
a Dios, confianza en el Señor, un gesto que repite la liturgia el Viernes Santo.
Por su parte, san Lucas dice que Jesús oraba de rodillas, como mueren los mártires,
luchando y en oración.
¿Qué decía Jesús en su diálogo personal? Una frase muy simple: Padre mío. Con esa invocación nos invita
a que consideremos el inmenso regalo de la filiación divina adoptiva que nos alcanzó
con sus padecimientos. Gracias a la redención, también nosotros podemos tratar a
Dios, hablar con Él como un hijo pequeño. Con la confianza del niño, que sabe que
puede solicitar todo a su Padre. Aprendamos de Jesús a pedir lo que veamos conveniente,
lo que nos apetece: «Padre mío, si es
posible, que pase de mí este cáliz».
Sin embargo, no olvidemos el matiz con el que el Señor condiciona su
petición: si es posible… Yo te pido lo que veo y lo que quiero, pero
Tú sabes mejor que nadie lo que más me conviene. Por eso el Maestro había enseñado
antes a rezar: Hágase tu voluntad… ¡Cuántas veces queremos imponer nuestro
modo de ver las cosas, nuestros caprichos, y nos olvidamos de que Dios sabe más!
Aprendamos de Jesús a terminar nuestras oraciones como Él hizo: «no se haga como yo quiero, sino como quieres
tú».
El Catecismo resume esta escena diciendo que «la oración de Jesús ante
los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una entrega, humilde y
confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre» (n.2600). En Jesucristo
se reconcilian, por la obediencia, las voluntades que estaban separadas desde el
pecado original. Gracias a ese «fiat!» del Señor recuperamos la filiación divina:
el Hijo «ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de
modo que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijo, hemos
sido incluidos dentro de la condición de hijos» (Benedicto XVI, 2011, 191).
De ese modo, podemos unirnos a la oración filial del Señor: «Jesús
ora en el huerto: “Pater mi”, “Abba,
Pater!”. Dios es mi Padre, aunque me
envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir
la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad
de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero
de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me
trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas
en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el
Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: “Pater mi, Abba, Pater,... fiat!”» (AI
1663, 10-X-1932; cfr VC, 1,1).
«Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». Este modo de actuar no solo se aplica a
la oración, sino para todos los momentos de la vida. Recuerdo a un amigo que contaba
su proceso vocacional: había decidido dar su vida al Señor, estaba contento con
su decisión, pero surgió un nuevo llamado, una petición más exigente, y esta persona
dudaba, temía, le costaban los riesgos que asumiría con las nuevas circunstancias;
le dolía ver lo que dejaba por seguir a Cristo: la familia, su terruño, el trabajo
que desempeñaba, sus aficiones… Para tomar la decisión definitiva fue concluyente
la meditación de este pasaje. Viendo a Jesús dialogar con su Padre, no se sintió
capaz de responder de otra forma distinta a la del Maestro: «no se haga como yo quiero, sino como quieres
tú».
Después de estas palabras, san Lucas añade un material propio, la agonía
de Jesús (22,43-44): Y se le apareció
un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad.
Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Son manifestaciones del padecimiento extremo
que sufría por nuestra salvación. Benedicto XVI considera que esta turbación se
debía a que Jesús, como Dios, veía la gravedad del mal, del cáliz que iba a beber.
La angustia era mucho mayor que el natural horror humano de morir. Y cita a Pascal,
que veía sus pecados en aquel cáliz, y decía que Jesús había derramado esas gotas
de sangre por él (Cf. 2011, 185). Como resume un teólogo: «Aquí, en el Huerto, el
dolor se hace presente en la oración: la oración se hace dolor, para luego, a lo
largo de toda la pasión, transformar el dolor en oración» (Rodríguez, SRECH, 1 doloroso).
El drama de Getsemaní nos interpela continuamente: no solo nos invita
a orar, a unir nuestra voluntad con la del Padre, sino que nos llama a perseverar
en ese empeño: Y volvió a los discípulos
y los encontró dormidos. ¡Cuántas veces
no habremos sido nosotros esos Pedros dormilones, que merecen escuchar el reproche
de Jesús: Dijo a Pedro: ¿No habéis podido
velar una hora conmigo?!
El Señor nos enseña otra clave para la vida de oración: no basta con
programar un tiempo fijo, a hora precisa, con generosidad. El diálogo con Dios debe
ser con el alma y con el cuerpo: «Velad
y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne
es débil». Por esa razón, la ascética
cristiana enseña a acompañar la oración con la penitencia y con las obras de misericordia.
Se trata de vivir en unidad de vida, no conformarse con unas prácticas externas
de piedad, sino confirmarlas con la mortificación, con el trabajo, con la vida en
familia y en sociedad.
«Al meditar esos momentos en los que Jesucristo —en el Huerto de los
Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la Cruz— acepta y ama la Voluntad
del Padre, mientras siente el peso gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de
que, para imitar a Cristo, para ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos
su consejo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz, y me siga. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día
sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos
de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales» (AD, n.216).
«Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto,
pero la carne es débil». Jesucristo enseña con su ejemplo, y continúa velando: De nuevo se apartó por segunda vez y oraba
diciendo: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu
voluntad». Una vez más, el Señor nos
muestra la importancia de persistir en la oración, aunque no veamos los frutos.
Esa constancia, ese vigilar sin recibir nada a cambio, serán las pruebas de la fe
y del amor que nos mueven a pedir que se cumpla la voluntad divina.
Los apóstoles, por el contrario, cansados después de una jornada extenuante,
de una cena festiva, y además emocionados por la oración sacerdotal de Jesucristo,
por los discursos de despedida, por los anuncios relacionados con la traición de
Judas, continuaban dormidos, porque
sus ojos se cerraban de sueño. Jesús afronta esa soledad con dolor, y los invita
a acompañarlo en su camino de sufrimiento, que estaba a punto de comenzar. Invitación
que ellos no seguirían —y nosotros tampoco lo hacemos, cada vez que le damos la
espalda a los llamados divinos—. Como entonces, el Señor nos sigue invitando: ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me
entrega.
Solo la Virgen acompañaba a su Hijo, quizá oteando por la ventana del
cenáculo. Terminemos nuestra oración pidiéndole a Ella que, aunque seamos cobardes,
aunque sigamos a su Hijo de lejos, estemos siempre «despiertos y orando. —Oración...
Oración...» (SR, 1 doloroso).
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