Una estrella que supera al sol en luz y
hermosura, anuncia que, con carne humana, Dios ha venido a la tierra (Himno
de la Liturgia de las horas). En la segunda semana de Navidad se conmemora la
manifestación pública, universal si se quiere, de la gloria del Hijo de Dios a los
pueblos de la tierra. San León Magno predica que «la misericordiosa providencia de Dios, que ya había
decidido venir en los últimos tiempos en ayuda del mundo que perecía, determinó
de antemano la salvación de todos los pueblos en Cristo». Una consideración muy oportuna para el año de la
misericordia, destacar que la Encarnación de Jesucristo y su paulatina
revelación a todas las gentes procede del corazón clemente del Señor.
Como anuncia
el profeta Isaías, el Niño es Luz para
los gentiles que andaban en tinieblas (60,1-6). Desde entonces, continúa
iluminando las mentes de las personas rectas que buscan, quizá a tientas, la
verdad de su vida, del universo que habitan, del Dios que explica su origen y
su destino. Esa estrella sigue titilando a la espera de que los seres humanos
de todos los tiempos descubran el cosmos inmaterial que hay más allá de la
naturaleza física. Como dice el Prefacio de la Misa, «hoy has revelado en Cristo, para luz de todos los
pueblos, el misterio de nuestra salvación; pues al manifestarse tu Hijo en
nuestra carne mortal, nos hiciste partícipes de la gloria de su inmortalidad».
Nos hace
pensar en la llamada universal a la santidad, como dice el salmo 71: Se postrarán ante ti, Señor, todos los
pueblos de la tierra. «Nuestro
Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que
sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos;
antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de
sus ángeles (cfr. Lc 2,9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de
fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios» (ECP 33).
Esa luz
divina que centellea para nosotros es la misma que guio el camino de los Reyes
Magos, como narra con detalle el evangelista san Mateo (2,1-12): Habiendo
nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente
se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que
ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». En
el centro de esta Solemnidad se encuentra la peregrinación de los reyes magos.
No está claro el número de «reyes» que acudieron a adorar
al Mesías judío, pues algunas tradiciones hablan de tres, siete o hasta doce.
Lo que sí es sabido es que al menos uno procedía de Persia: «Cuando, a principios del siglo
VII, el rey persa Cosroes II invadió Palestina, destruyó las basílicas que la
piedad cristiana había edificado en memoria del Salvador, excepto una: la
Basílica de la Natividad, en Belén. Y esto por una sencilla razón: en su
entrada figuraba la representación de unos personajes vestidos con atuendo
persa, en actitud de rendir homenaje a Jesús en brazos de su Madre» (Loarte, J.
[2012]. La Virgen María. Madrid:
Palabra, p.118).
Tampoco hay
claridad sobre la profesión de esos «magos». Parece que se trataba
de sabios, de astrónomos, ¡científicos, diríamos hoy! Vieron la estrella, y
percibieron en su luz —por
acción del Espíritu Santo— el anuncio del nacimiento del Mesías prometido
a los judíos (en esa época, se asociaba la llegada de grandes personajes con
fenómenos siderales).
Más tarde, la
señal en el cielo desaparecería. Sin embargo, los Magos no se echaron para
atrás. Continuaron hacia el rumbo que les había señalado. Su actitud puede
servirnos de ejemplo en nuestro tiempo, cuando parece que cuesta mucho la
perseverancia a los compromisos adquiridos, la fidelidad al propio camino —a la vocación—, a la pureza, a la fe.
De los Reyes podemos aprender la importancia de responder afirmativamente cada
que veamos la voluntad de Dios para nosotros… Y también cuando se oscurezca ese
designio inicial, que es para siempre, a lo largo del itinerario concreto de
nuestra vida.
El ejemplo de
los Reyes magos nos lleva a sacar ese propósito de ser maduros, de entregarle
al Señor nuestra libertad para liberarnos de nuestros vicios, de nuestros
apegamientos, de nuestras pequeñeces. Y a defender esa entrega con uñas y
dientes, cuidando el tesoro de la llamada divina, creciendo cada día en el amor
de Dios, también a través de las dificultades, de las luchas y de las caídas, grandes o
pequeñas.
Se presentaron en Jerusalén preguntando:
«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su
estrella y venimos a adorarlo». En el relato bíblico podemos observar la
prudencia de estos hombres que perseveraron en su empeño de obedecer al llamado
divino, pero que además preguntaron a las personas indicadas para orientarles: en
este caso, al rey y a su Sanedrín. Aprendemos de esa manera la relación de la
obediencia con la prudencia, con la sinceridad.
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y
toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del
país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: «En
Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de
Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti
saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”». De pasada vemos la importancia
del estudio teológico, para conocer a Jesús. Y de la formación profesional, del
aprovechamiento del tiempo, para santificar el mundo y reconciliarlo con Dios;
también para resolver las dudas de nuestros contemporáneos.
Aunque en
este caso también se nota que la ciencia sin caridad hincha, de nada sirve,
como vemos que le sucede al rey Herodes, paranoico de su poder, que maquinó la
manera de acabar con aquel pretendiente a su trono, como había acabado antes
con sus dos hijos para evitar que le quitaran su pobre realeza: Entonces Herodes llamó en secreto a los
magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y
los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño
y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». Ellos, después de oír al rey, se pusieron en
camino.
Después de
buscar consejo, los reyes lo siguieron. No basta con ser sinceros, con hablar y
preguntar. Es necesario cumplir lo que se nos aconseja. Unir la docilidad a la
sinceridad. Esa coherencia de vida siempre tiene su recompensa. El Señor premia
la madurez de un alma que pone los medios para cumplir su voluntad, aunque haya
dejado de verla transitoriamente. Es lo que les sucedió a los reyes magos: y, de pronto, la estrella que habían visto
salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el
niño.
La
retribución divina por la fidelidad de los reyes consistió en que redescubrieron
la llamada con una luz nueva, con el esplendor madurado en la contradicción.
Por ese motivo el evangelista resalta que, al
ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. El gozo cristiano tiene
sus raíces en forma de cruz (Cf. ECP, n.43). La verdadera felicidad es fruto de
haber compadecido con Cristo para cumplir la voluntad del Padre. Y su contenido
no es un placer efímero, sino la duradera amistad con Dios mismo: entraron en la casa, vieron al niño con
María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron.
Comenta Antonio
Aranda que «El
camino de fe de los Magos, conducidos por la estrella, culminó ante el Niño “en brazos de su Madre”. El camino
vocacional del cristiano es también mariano, pero no sólo en el punto de
llegada, sino en toda su extensión: María, en realidad, está maternalmente
presente en cada una de sus etapas haciéndolo seguro. En cierto modo, como
escribió el autor en otro de sus escritos, cabe decir que Ella misma es la
senda segura: “A Jesús siempre se va y se ´vuelve`
por María”. En ese sentido, continuando con la analogía entre el camino de fe
de los Magos hacia Belén y el camino vocacional del cristiano hacia la
santidad, y dando un paso en profundidad, María puede ser comparada con la
estrella: “Los Reyes Magos tuvieron una estrella; nosotros tenemos a María, Stella maris, Stella Orientis”». (ECP, Edición crítica,
n.38).
A la Virgen
Santísima, Madre de misericordia, le pedimos que interceda ante el Señor para que
nos conceda lo que le pedimos en la oración Colecta de la Misa: «Tú que revelaste este
día a tu Hijo unigénito a los pueblos gentiles, por medio de una estrella,
concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día, cara a
cara, la hermosura infinita de tu gloria».
Comentarios
Publicar un comentario