En el capítulo sexto de Marcos aparece una
de las multiplicaciones milagrosas del pan, símbolo de la futura institución de
la Eucaristía. Inmediatamente después, el discípulo de Pedro pone a nuestra consideración
otra escena milagrosa de Jesús, para manifestar su naturaleza divina: “Y enseguida mandó a sus discípulos que subieran
a la barca y que se adelantaran a la otra orilla junto a Betsaida, mientras él despedía
a la multitud”.
Los apóstoles obedecen a lo que el Señor
les manda. Ya saben quién es su Maestro, que da de comer a las multitudes, que cumple
la profecía de Ezequías: Él mismo es el pastor, que guía y alimenta a su pueblo.
Ya han aprendido a obedecer, y no ponen obstáculos.
Podrían preguntar: ¿cómo llegarás Tú? ¿No
será mejor si dejamos una barca, con dos de los nuestros para esperarte? Enséñanos,
Señor, a obedecer prontamente como estos apóstoles, sin poner trabas, confiando
en la fuerza eficaz de tu palabra.
Y después de despedirlos, se retiró al monte
a orar. Oración, fuente de eficacia: Jesús nos enseña con su vida un principio
para el apostolado: hablar a Dios
de los amigos, antes de hablar a los amigos de Dios. Retirarnos. La vida
de apóstol conlleva el sacrificio: vemos en esta escena que, para Jesús, se acabó
la fiesta, la popularidad, el amor de las gentes, las compensaciones afectivas (la
gratitud, las sonrisas, el reconocimiento). Jesús se retira. Al monte. A orar.
Así lo contempla el Catecismo (n. 2602):
“Jesús se aparta con frecuencia a la soledad en la montaña, con preferencia por
la noche, para orar. Lleva a los hombres
en su oración, ya que también asume la humanidad en la Encarnación, y los ofrece
al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Él, el Verbo que ha "asumido la carne",
comparte en su oración humana todo lo que viven "sus hermanos"; comparte
sus debilidades para librarlos de ellas. Para eso le ha enviado el Padre. Sus palabras
y sus obras aparecen entonces como la manifestación visible de su oración "en
lo secreto"”.
Señor: que aprendamos de Ti a valorar la
importancia de la oración. Que busquemos en Ti la fuerza para el apostolado. Que
no nos busquemos a nosotros, sino a Ti. Que nunca olvidemos que somos tuyos, antes
que de la gente. Que solo de Ti proceden las gracias que daremos a las almas (el
pan, los consejos, los milagros, la salud, la corredención). Que te llevemos a la
oración a nuestros hermanos, ofreciéndonos también por ellos.
Cuando se hizo de noche, la barca estaba
en medio del mar, y él solo en tierra. Y viéndoles remar con gran fatiga, porque
el viento les era contrario, hacia la cuarta vigilia de la noche. También nosotros remamos, obedeciendo al Señor. A veces, parece que
sucede lo mismo que en esta escena: Él se queda en tierra y nos ve remar. Nos encomienda
al Padre, nos da su gracia. Pero quiere contar con nuestro esfuerzo. Esta es la
clave de la teología católica: el con-curso. En la escena anterior, pidió cinco
panes y dos peces para alimentar una muchedumbre. En esta, vemos cómo contempla
a sus discípulos remando, con fatiga, con el viento en contra: cuánto nos cuesta,
comprender Señor, tu modo de obrar. Siempre queremos que estés a nuestro lado. Que
nos acompañes en la barca. Somos tan exigentes que querríamos que Tú mismo navegaras.
No nos damos cuenta de que forma parte de tu plan formativo el darnos las riendas,
los remos, de nuestra vida interior, de nuestra labor apostólica, pero que nos acompañas
con tu gracia. Con tu mirada, que no es inútil: es más eficaz que cualquier otra
compañía.
Y viéndoles remar con gran fatiga, porque
el viento les era contrario, hacia la cuarta vigilia de la noche vino a ellos andando
sobre el mar, e hizo ademán de pasar de largo. Vida de fe. Cuántas veces pensamos, al sentir el cansancio del trabajo,
al cual se añade el viento contrario -las dificultades externas-, que quizá Tú nos
has abandonado. O que todo depende solo de nuestras fuerzas, de nuestros remos.
Podemos sentirnos solos. O pensar, como los apóstoles, que pasas de largo y nos
dejas solos en nuestra labor. Son momentos difíciles. En esta oración podemos pensar
cuándo fue la última vez que nos sentimos así: quizá por un revés interior, o porque
sentimos la traición o nos faltó el apoyo humano en el que nos estábamos sosteniendo.
O porque descubrimos nuestra miseria… Quizá sentimos que la nuestra era una labor
imposible. O tal vez, al palpar lo raquítico de nuestros frutos, pensamos que se
trataba de una labor estéril. Que Jesús hacía
ademán
de pasar de largo.
Ellos, cuando lo vieron andando sobre el
mar, pensaron que era un fantasma y empezaron a gritar. Pues todos le habían visto
y se habían asustado. Contemplando desde fuera, la escena da risa:
unos hombres hechos y derechos, gritando como niños, sobresaltados ante un posible
fantasma. La verdad es que no podemos olvidar que se trata de una escena marina,
y que el temor a Poseidón es muy explicable en la historia humana. Cualquiera de
nosotros, en realidad, hubiera gritado.
Pues todos le habían visto y se habían asustado. Es bueno darnos cuenta que los apóstoles,
las piedras miliares de la Iglesia, no eran superhombres. Tenían debilidades, como
tenemos nosotros. Por eso, comentaba San Josemaría: “¡Con qué humildad y con qué
sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y
vacilante de los Apóstoles! - Para que
tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que
luego tuvieron aquellos primeros” (Camino,
581).
Sin embargo, pensándolo mejor, llama la
atención. ¿Por qué se asustan al ver al Señor? Pero al instante él habló con ellos, y les
dijo: —Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo. Señor: auméntanos la fe. Ayúdanos
a verte en las dificultades, en el cansancio, a tener siempre claro que Tú estás
a nuestro lado y nos repites: —Tened
confianza, soy yo, no tengáis miedo. Además,
nos garantizas la victoria sobre todas las dificultades: Y subió con ellos a la barca y se calmó el
viento.
Aprendamos de esta escena que cualquier
dificultad solo se calma con Dios. Que la esterilidad, el cansancio, la tempestad
de la soberbia, de la pereza, de la sensualidad o del egoísmo se curan con tu presencia.
Calma, Señor, nuestra tibieza. Acompaña nuestra soledad. Danos tu gracia, auméntanos
la fe, para que confiemos más en Ti y menos en nuestras fuerzas.
Que confiemos en tu misión. Que, si nos
das un encargo, nos darás los medios para lograrlo. Porque la obra es tuya, nosotros
solo somos instrumentos en tus manos poderosas. Que apliquemos a nuestra vida el
consejo de San Josemaría: Si
consientes en que Dios señoree sobre tu nave, que Él sea el amo, ¡qué seguridad!...,
también cuando parece que se ausenta, que se queda adormecido, que se despreocupa,
y se levanta la tormenta en medio de las tinieblas más oscuras (Amigos de Dios, 21).
Entonces se quedaron mucho más asombrados;
porque no habían entendido lo de los panes, ya que su corazón estaba endurecido. El Papa Benedicto XVI decía que esta reacción es inesperada: el Señor
se acerca, les aclara que es Él, se sienta a su lado, el viento se calma y ellos,
por toda respuesta, se asombran más aún: “estaban en el colmo del estupor”.
Comenta el papa alemán que “se trata, evidentemente,
del típico temor "teofánico", el temor que invade al hombre cuando se
ve ante la presencia directa de Dios. Ya lo hemos encontrado al final de la pesca
milagrosa, cuando Pedro, en vez de dar gracias jubiloso por el portento, se asusta
hasta el fondo del alma y, postrándose a los pies de Jesús, dice: "Apártate
de mí, Señor, que soy un pecador" (Lc 5,8). Es el "temor de Dios"
lo que invade a los discípulos. Andar
sobre las aguas es ciertamente algo propio de Dios: "El solo despliega
los cielos y camina sobre la espalda del mar", se dice de Dios en el Libro
de Job (Jb 9, 8). El Jesús que camina
sobre las aguas no es simplemente la persona que les resulta familiar; en El, los
discípulos reconocen de pronto la presencia de Dios mismo” (Jesús de Nazaret).
Señor: ablanda nuestro corazón. Ayúdanos
a rechazar la falta de fe, como dice el Catecismo (2732): “La tentación más frecuente,
la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se
expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se
empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran
más urgentes”.
Podemos concluir con la consideración de
Teofilacto: “Cuando los hombres o los demonios se esfuerzan en abatirnos por temor,
oigamos lo que dice Jesucristo: "Yo soy, no temáis". Esto es: yo sin cesar os defiendo, y como Dios, subsisto
siempre y nunca falto; no perdáis la fe en mí, asustados por falsos temores. Véase también cómo el Señor no acudió en
los primeros momentos del peligro, sino en los últimos. Porque permite que nos encontremos
en medio de los peligros, para que así, peleando en las tribulaciones, nos volvamos
mejores y recurramos únicamente a Él solo, que es quien puede librarnos cuando menos
se espera”.
Para crecer en fe, hemos de acudir a la
fuente, que es el mismo Cristo. Y podemos servirnos de la mediación todopoderosa
de su Madre, maestra de fe. Ella, que no dudó de la palabra divina cuando le proponía
un camino totalmente novedoso y que perseveró en su seguimiento hasta el final,
intercederá ante su divino Hijo para que también de nosotros se pueda decir lo que
predicó de Ella su prima Isabel: Bienaventurada
tú, porque has creído.
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