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Corrección fraterna


Todos tenemos una imagen popular del amor y de la amistad que incluye varias características: cariño, compañía, apoyo, compartir, ratos amables, diversión, alegría, intimidad. Todas son verdaderas y muestran la importancia para nuestra vida de tener buenos amigos y de ser, ojalá para bastantes personas, otros hermanos que hagan llevaderas las dificultades de la vida.

Pero con frecuencia se olvida que el verdadero amor, la verdadera amistad, también son exigentes, pues buscan el bien de la persona querida. El verdadero cariño supera la imagen dulzona: es fuerte, va más allá del sentimiento y del pasarlo bien. Parte de esa fortaleza se nota en la sinceridad para decirle a la persona amada lo que no funciona, sus defectos, sus errores, para ayudarle a mejorar. De esto habla también el mejor amigo de la historia, Jesucristo.

En el penúltimo de los cinco grandes discursos en que está estructurado su discurso, Mateo (18, 15-20) explica las enseñanzas de Jesús sobre la Iglesia. Habla de hacerse pequeños —no aniñados, sino “pequeños que creen en mí” —, de recuperar a la oveja perdida, de perdonar las ofensas, pero sin dejar de corregir al que yerra: “Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano”.

Cuánto cuesta, a veces, corregir a solas a otra persona. Es más fácil criticarla a sus espaldas o, inclusive, decirle de frente sus errores, pero delante de la gente, para que se entere, y para que quede claro que somos fuertes. Pero no es ése el estilo del Evangelio: Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Los santos y Padres de la Iglesia lo entendieron desde el primer momento. Así, por ejemplo, dice San Ambrosio: “Aprovecha más la corrección amiga que la acusación violenta: aquella inspira compunción, ésta excita la indignación”.

En ocasiones, corregir puede ser obligación, más que simple conveniencia. Así se lo exigía el Señor a los profetas, por ejemplo, a Ezequiel (33,7-9): “A ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela sobre la casa de Israel: escucharás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte. Si digo al impío: «Impío, vas a morir», y no hablas para advertir al impío de su camino, este impío morirá por su culpa, pero reclamaré su sangre de tu mano. Pero si tú adviertes al impío para que se aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú habrás salvado tu vida”. También el Salmo 94 llama la atención en el mismo sentido: “ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”.

Es un punto clave para las personas que deben dirigir cualquier grupo humano, llámese familia, empresa, equipo, fraternidad: “Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados” (San Josemaría, Forja, 577).

Llama la atención el cuidado con el que el Señor da diversos consejos sobre el modo de hacer la corrección fraterna: con humildad, delicadeza y cariño. San Agustín hablaba de la primera virtud, invitando a examinarnos, pues muchas veces nos damos cuenta precisamente de los puntos que más nos faltan a nosotros mismos: “Cuando tengamos que reprender a otros, pensemos primero si hemos cometido aquella falta; y si no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla. O si la hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no la cometamos. Y entonces tengamos presente la común fragilidad, para que la misericordia, y no el rencor, preceda a aquella corrección”. Y San Josemaría enseñaba que cuando debamos hacer la corrección fraterna, “ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios” (Forja, 147) .

Pero la humildad no es necesaria solo para hacer la corrección fraterna. También hace falta ¡y más! para recibirla. Entre más nos duela, más razón tiene quien nos corrige, seguro. Por eso predicaba San Cirilo que “la reprensión que hace mejorar a los humildes, suele parecer intolerable a los soberbios”. 


Pero no se trata solo de una humildad de dientes para afuera, que sería más de buena educación. El Cardenal Pecci, futuro Papa León XIII, aconsejaba vivir la humildad para seguir el consejo recibido: “No habiendo cosa más provechosa para el progreso espiritual que el ser advertido de los propios defectos, es muy conveniente y necesario que los que te hayan hecho alguna vez esta caridad se sientan estimulados por ti a hacértela en cualquier ocasión. Después de que hayas recibido con muestras de alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el seguirlas, no solo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también para hacerles ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el instrumento de que El se haya servido (Práctica de la humildad, 41)”.

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