Después de la parábola del administrador infiel, San Lucas continúa con las enseñanzas de Jesús sobre el sentido y el peligro de las riquezas. Al final del capítulo 16 presenta la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. “Epulón” no es nombre propio, sino adjetivo: “hombre que come y se regala mucho”, lo define el diccionario de la RAE. En efecto, este personaje “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes”. No es que fuera malo. El Señor no recrimina algún acto concreto suyo, sino todo lo contrario: la omisión. Tenía ciego el corazón para ver las necesidades ajenas. Solo pensaba en sí mismo. En los demás solo veía qué tanto facilitaban o entorpecían sus proyectos.
De hecho, no reparaba en “un pobre llamado Lázaro yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían a lamerle las llagas”. La imagen que nos presenta el Señor es lamentable: se trata de un cuadro de pobreza extrema, que clama al cielo por el contraste con el nivel de vida que llevaba el rico epulón. Lázaro deseaba saciarse no con las sobras del banquete cotidiano, sino con las migajas que caían después de que los comensales se limpiaran los dedos en el pan. No pretendo hacer un discurso político, pues ya hemos hablado antes de que poseer bienes no es en sí mismo bueno ni malo, depende de la actitud que se tenga ante ellos: si sirven para alcanzar la vida eterna o simplemente para satisfacer el egoísmo.
Esta parábola se presta para meditar sobre muchos temas: el uso de las riquezas, el más allá, las pruebas de fe –como explica magistralmente el Papa en su libro “Jesús de Nazaret”-, etc. Pero podemos centrarnos en la necesidad de superar esa ceguera del corazón que puede convertirnos en ricos epulones.
En el libro “Jesús de Nazaret”, el Papa hace un ejemplo de exégesis canónica: centra su comentario en mostrar la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (cita los salmos que hablan de la pobreza) y en sentido cristocéntrico: Lázaro es, en realidad, una figura de Jesús, el gran signo de Dios, la mejor prueba de fe (p. 260).
El Papa lo dicen en el sentido de Jesús como nuevo Jonás, que padeció y resucitó. Pero también lo es en otro sentido: siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. ¡Qué diferencia con lo que se estila por ahí! Basta pensar en los apóstoles, que se preguntaban: ¿Quién será el mayor? ¿Quién ocupará el primer puesto? El ejemplo de Jesús es lo contrario: “El Hijo del Hombre no ha venido para que lo sirvan, sino para servir”.
El Papa lo dicen en el sentido de Jesús como nuevo Jonás, que padeció y resucitó. Pero también lo es en otro sentido: siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza. ¡Qué diferencia con lo que se estila por ahí! Basta pensar en los apóstoles, que se preguntaban: ¿Quién será el mayor? ¿Quién ocupará el primer puesto? El ejemplo de Jesús es lo contrario: “El Hijo del Hombre no ha venido para que lo sirvan, sino para servir”.
Servir a los demás. Tener abiertos los ojos del corazón para descubrir las necesidades ajenas. Juan Pablo II decía, con base en su experiencia personal, que “el hombre se reafirma a sí mismo, de manera más completa, dándose” (Cruzando el umbral de la esperanza, p. 208). Y ponía ejemplos de la entrega de uno mismo a los demás: las mujeres durante el parto, los soldados en combate, los que se entregan a Dios en el celibato. Cada uno puede buscar propósitos concretos para servir más, comenzando por la propia casa: cumplir el horario, facilitar y encargarse de la limpieza, el orden, el silencio, el trabajo, hacer rendir el agua caliente, dejar el televisor a los demás, ver con ellos el programa que gusta menos, servir en el comedor, esperar a que se sirvan todos antes de comenzar a comer, preocuparse por las necesidades de los demás, de sus alegrías y penas, insistirles en lo bueno, evitarles temas que no les agrada, caballerosidad en el deporte (saber ganar, saber perder), encomendarlos, etc…
Como reflexión me permito agregar: 1) una vez conocida -y aceptada intelectualmente- la palabra de Dios, no existe excusa para inaplicarla. Es la moraleja de la parábola; 2) quien cree no necesita milagros (aunque los disfruta todos los días). Sólo la palabra de Dios basta.- Para quien no lo busca, no sirven ni curaciones inexplicables ni resurrección de muertos para torcerlos en su rumbo. ¡A elegir, pués, ya que está todo dicho!
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