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¡Auméntanos la fe!

Desde el primer momento, la presentación del mensaje cristiano lleva implícita la invitación a creer: Conviértanse y crean… (Mc 1, 15). Los apóstoles tuvieron esa experiencia y por eso siguieron a Jesús, dejándolo todo de inmediato tras escuchar su llamada. Pero ese acto de abandono era solo el comienzo, no bastaba con la inercia, dejar que pasaran los años. Entre otras cosas, porque la vida cristiana —y en general, toda la existencia humana— implica lucha para renovar con frecuencia la decisión inicial. También los discípulos experimentaron esa dificultad, a medida que el Señor iba explicitando las exigencias de su vocación y les anunciaba que Él mismo se encaminaba a morir en la Cruz. Eso explica una petición, en apariencia simple, que transmite el Evangelio de Lucas (17, 5-10): Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Es bonito ver la sencillez con la cual reconocen que les falta esa virtud tan importante (a la cual santo Tomás definiría como “el fundamento

El buen samaritano

San Lucas presenta una ampliación de las enseñanzas de Jesús, camino de Jerusalén. La primera de ellas se da con ocasión de un diálogo del Maestro con un doctor de la Ley, un Legista. Pregunta de modo amable, aunque el evangelista dice que “para ponerlo a prueba”: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Como el joven rico, pregunta por la felicidad perenne, que es un ansia natural del corazón humano. La respuesta que nos da la cultura dominante sería que la clave para ser feliz es tener dinero, poder y placeres. A cada persona le gustará uno en especial, o dos… ¡o los tres! La sabiduría divina ofrece otra alternativa muy distinta: la clave de la felicidad está en cumplir las enseñanzas de la alianza del Señor con su pueblo, que ha sido acogida casi que universalmente: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. Él respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda

San Josemaría: padre, maestro y guía de santos.

Como sucede con todos los santos, la biografía de San Josemaría es un modelo que nos sirve para imitar a Jesucristo. Si miramos los primeros años de su vocación sacerdotal encontraremos la convicción de que estaba haciendo la Obra de Dios, que palpaba la acción de la gracia: “Esto va bien”, escribía. Pero ese trabajo de ser instrumento para encarnar el querer divino le exigía un esfuerzo agotador, que lo dejaba tenso y molido. Apenas podía descansar un poco, hasta el punto de escribir: "estoy rendido, lo mismo que si me hubieran apaleado". En ese contexto, el Señor lo encaminaba en su vida interior por la vía de infancia espiritual, que lo orientaba al abandono filial en los brazos de su Padre Dios. Ese camino le permitió descubrir que esta faceta, la filiación divina, es el fundamento de la vida espiritual. Y también que su vocación sobrenatural conllevaba la dimensión de la paternidad espiritual. Por ejemplo, en 1931 escribía en los apuntes íntimos que dirigía a su

Misericordia y perdón

En los primeros días del pontificado, el papa Francisco predicó sobre la misericordia divina, al explicar el pasaje del Evangelio en el que Jesucristo perdona a la mujer adúltera. ¡Es lo que le tocó, la liturgia del día!, pensaría cualquiera. Pero resulta que siguió hablando tanto del tema que alcanzó para que un periodista prudente titulara un libro sobre él con el nombre de “El papa de la misericordia”. Y es que esta faceta, la misericordia de Dios, es clave en la predicación sobre los atributos divinos. Tanto que el mismo Francisco publicó un libro llamado “El nombre de Dios es misericordia”.   Pero el mismo papa ha señalado que la misericordia no se puede reducir a un sustantivo del cual se predica, o a un adjetivo que añade una característica al sujeto, sino que debe tratarse como un verbo, en sus dos dimensiones: activa, que supone que debemos ejercerla; pero también pasiva, como presupuesto para poder actuarla. Antes de hacer obras misericordiosas, debemos ser conscientes

Navidad: manifestación, gracia y salvación

Celebramos la fiesta más importante del cristianismo, después de la Pascua : el nacimiento de Jesús en Belén. Tras casi un mes de preparación por medio del tiempo de Adviento, durante el cual procuramos imitar la actitud de piadosa expectativa que aprendimos de María, contemplamos ahora el cumplimiento de la promesa esperada por siglos. La liturgia nos propone que meditemos el relato de san Lucas (cap. 2): Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Con este contexto histórico “aparece como trasfondo la gran historia universal representada por el imperio romano” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María,

Cristo Rey

Hoy llegamos al último domingo del año litúrgico. Concluimos un período cronológico, marcados como estamos por el paso cíclico del tiempo en nuestra vida. Es momento de examen, de balance: ¿qué tanto hemos aprovechado las gracias que nos diste, Señor, durante estos meses? En esta oración, podemos pensar dónde estábamos en noviembre del año pasado; dónde celebramos la fiesta de Cristo Rey en aquella época. Y pensar, en un primer análisis, en el año transcurrido: la Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, el período laboral, las vacaciones de mitad de año, el segundo semestre… hasta llegar a hoy. Seguramente, en ese breve recorrido litúrgico que hemos hecho, se nos han venido a la mente momentos especiales: un medio de formación que nos sirvió bastante, un descanso que nos llegó en el mejor momento, algunas amistades nuevas, que nos impactaron de modo positivo… Pero también veremos algunas manchas en nuestra actuación: faltas de generosidad, propósitos incumplidos, detalles que no q

El juicio final

Una de las principales inquietudes del ser humano desde el comienzo ha sido la cuestión de los orígenes del mundo y del hombre. Los primeros mitos pretenden ofrecer una respuesta a esa pregunta. Esas explicaciones del pasado conllevan una visión peculiar del presente y del futuro: ¿De dónde venimos, hacia dónde vamos, quiénes somos?, son las grandes preguntas que se hacen los hombres, y que luego elaboran con más raciocinio por medio de la filosofía, pero que también personalmente todos nos planteamos y respondemos de alguna manera, ya que esas preguntas -y las respuestas que les brindamos- son las que guían nuestro obrar y nuestras esperanzas. La revelación judeocristiana es la manifestación de Dios como respuesta a esos anhelos del hombre. Por eso el Antiguo Testamento comienza ofreciendo los relatos de la creación del Universo y de los seres humanos a partir de la nada y el Nuevo Testamento concluye con las profecías acerca de lo que ocurrirá al final de los tiempos. Los