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Navidad: manifestación, gracia y salvación

Celebramos la fiesta más importante del cristianismo, después de la Pascua : el nacimiento de Jesús en Belén. Tras casi un mes de preparación por medio del tiempo de Adviento, durante el cual procuramos imitar la actitud de piadosa expectativa que aprendimos de María, contemplamos ahora el cumplimiento de la promesa esperada por siglos. La liturgia nos propone que meditemos el relato de san Lucas (cap. 2): Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Con este contexto histórico “aparece como trasfondo la gran historia universal representada por el imperio romano” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María,

Cristo Rey

Hoy llegamos al último domingo del año litúrgico. Concluimos un período cronológico, marcados como estamos por el paso cíclico del tiempo en nuestra vida. Es momento de examen, de balance: ¿qué tanto hemos aprovechado las gracias que nos diste, Señor, durante estos meses? En esta oración, podemos pensar dónde estábamos en noviembre del año pasado; dónde celebramos la fiesta de Cristo Rey en aquella época. Y pensar, en un primer análisis, en el año transcurrido: la Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, el período laboral, las vacaciones de mitad de año, el segundo semestre… hasta llegar a hoy. Seguramente, en ese breve recorrido litúrgico que hemos hecho, se nos han venido a la mente momentos especiales: un medio de formación que nos sirvió bastante, un descanso que nos llegó en el mejor momento, algunas amistades nuevas, que nos impactaron de modo positivo… Pero también veremos algunas manchas en nuestra actuación: faltas de generosidad, propósitos incumplidos, detalles que no q

El juicio final

Una de las principales inquietudes del ser humano desde el comienzo ha sido la cuestión de los orígenes del mundo y del hombre. Los primeros mitos pretenden ofrecer una respuesta a esa pregunta. Esas explicaciones del pasado conllevan una visión peculiar del presente y del futuro: ¿De dónde venimos, hacia dónde vamos, quiénes somos?, son las grandes preguntas que se hacen los hombres, y que luego elaboran con más raciocinio por medio de la filosofía, pero que también personalmente todos nos planteamos y respondemos de alguna manera, ya que esas preguntas -y las respuestas que les brindamos- son las que guían nuestro obrar y nuestras esperanzas. La revelación judeocristiana es la manifestación de Dios como respuesta a esos anhelos del hombre. Por eso el Antiguo Testamento comienza ofreciendo los relatos de la creación del Universo y de los seres humanos a partir de la nada y el Nuevo Testamento concluye con las profecías acerca de lo que ocurrirá al final de los tiempos. Los

La ofrenda de la viuda

    En la última semana del paso terreno de Jesús, poco después del domingo de Ramos, san Marcos cuenta que Jesús había regresado a Jerusalén (esos días pasaba la noche en Betania), y ubica la escena de sus enseñanzas en el exterior del templo (Mc 12, 38-44).   El contexto es la reprobación a las clases dirigentes que pocos días después lo entregarán a la muerte. Y él, instruyéndolos, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».      Los escribas confiaban en el poder que les otorgaba su dinero y su posición social. Bien podían caer en la crítica del beato John H. Newman, quien decía que todos se rinden ante el dinero. Miden la felicidad por la riqueza y por la riqueza miden, a su vez, la respeta

San Josemaría, un hombre que sabía querer

Celebramos una vez más la fiesta litúrgica de san Josemaría Escrivá, establecida por la Iglesia desde 1992. Hace poco, el papa Francisco recordaba en la Exhortación apostólica “Gaudete et exultate” (nn. 4-5), el sentido de la devoción a los bienaventurados del Cielo: “Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión (…). Podemos decir que ‘estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce’ (Benedicto XVI). En los procesos de beatificación y canonización se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y también los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenido hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración de los fieles”. Vemos en esta cita tres características de los santos: inter

Los escribas de Jerusalén y la familia de Jesús

Al comienzo del evangelio de San Marcos, se establecen tres grupos de personas: la multitud, las gentes adversas a Jesús, y Él mismo con sus discípulos. En el tercer capítulo la atención recae en este último grupo, cuando el Maestro erige el colegio de los Doce. Los selecciona para que estén con él y para que realicen sus obras: para que prediquen y curen, para asociarlos a su misión. Pero inmediatamente después de la elección y nombramiento de los Doce, aparece un doble contratiempo: en primer lugar, por parte de los parientes de Jesús, quienes pensaban que estaba loco; y luego, a causa de los escribas, que lo acusaban de estar endemoniado.   Llega a casa y de nuevo se junta tanta gente que no los dejaban ni comer . Ya había cultivado un prestigio notable en aquel poblado de Cafarnaún, reunía pequeñas multitudes, el trabajo abundaba, hasta el punto de afectar el justo descanso en la casa de Pedro. Sin embargo, sus familiares no comprendieron lo que le estaba sucediendo: Al

El sacrificio del Hijo: Isaac y Jesús

El segundo domingo de Cuaresma la liturgia se detiene a considerar la figura de Abraham, al que san Pablo llama nuestro padre en la fe (Rm 4,11). Este patriarca, que vivió en el siglo XVIII antes de Cristo, es el origen de las tres grandes religiones monoteístas: judíos, cristianos e islámicos. La historia de su vocación está relacionada con una promesa de Dios: sería padre de una gran nación y poseedor de una tierra extensa. Pero pasaron los años y seguía estéril, hasta el punto de que su esposa le pidió que concibiera un hijo (Ismael) con la esclava Agar, al que los creyentes del islam remontan sus orígenes. Esta generación ocasionó problemas conyugales y el Señor le concedió, a pesar de su vejez, tener un hijo con su esposa verdadera, llamado Isaac. El Catecismo (n. 706) resume el significado cristológico de estos hechos: “Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo. En ella serán bendecidas tod