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La promesa del Espíritu Santo

Continuamos contemplando la última cena y, en concreto, el discurso de la despedida. Este sermón suele dividirse en tres partes: la primera, sobre la partida y el regreso de Jesús; la segunda, sobre Cristo y la vida de la Iglesia; y, por último, la oración sacerdotal. Consideramos en esta meditación un fragmento de la segunda parte, que la Iglesia selecciona para la liturgia del sexto domingo de Pascua (Jn 14, 15-21). Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Jesús pide un amor coherente, un amor que no se quede en meras palabras, sino que se manifieste en obras. Es importante insistir en que obedecerle no es un peso, sino el camino para ser felices. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros. Jesús promete que enviará al Espíritu Santo como premio por esa fidelidad, pero, sobre todo, como medio para garantizar el cumplimiento de su voluntad. Otro Paráclito, otro Abogado, otro Consolador, además del mismo Jesús, que estará siempre con nosotro

Navidad y Cruz

El misterio de la Navidad, con la explosión de alegría y de paz que le caracteriza, tiene un aspecto que es poco mencionado: el dolor que porta desde el primer momento. Jesucristo se encarna en unas coordenadas históricas concretas, y esa realidad histórica también incluía que, como fruto amargo del pecado original, el ser humano experimentara el dolor y el sufrimiento sin mayor sentido que el de la necesaria, pero insuficiente, reparación a Dios por los pecados de todos los tiempos. Sin embargo, Jesús, el Salvador —ese es el significado de su nombre—, vino precisamente para liberarnos de esas cadenas del pecado, para justificar nuestras culpas y para asociarnos a su redención. Por eso vemos que toda su existencia, también la infancia y la vida oculta, está marcada con la señal de la Cruz, a la que están siempre unidos los que le están cercanos. Ya en los prolegómenos de su venida, cuando el Ángel Gabriel le anuncia a Zacarías la concepción de su hijo, que será el precursor de

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra.

El nacimiento de Jesucristo es, como su resurrección, una solemnidad que la Iglesia festeja con todo boato. Una de las manifestaciones de la grandeza de la celebración es que no se limita a un día, sino a toda la semana. Otra muestra de la importancia es cómo concluye esa Octava: en Pascua, con el domingo de la Divina Misericordia; en Navidad, con la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. La maternidad divina de María es, según los teólogos, “el tema central de toda la mariología”; y se debe entender en sentido propio, es decir: “en cuanto madre de un Hijo que, desde el primer momento de su concepción, es ya Dios” (Cf. Ponce). Los Padres de la Iglesia enseñan que esa maternidad es verdadera, virginal y divina . Resaltando esta verdad, la Iglesia primitiva defendía la humanidad de Jesús contra los gnósticos y sus seguidores los docetas, según los cuales Dios no se había encarnado: o porque Jesús no era Dios, o porque no era hijo de María. Por esa razón, el concilio de Nicea (3

Navidad: humildad y paz

En la noche de Navidad, la liturgia invita a contemplar el capítulo segundo del evangelio de san Lucas: en la noche la primera mitad, y el resto en la Misa de la aurora. El esquema que sigue el evangelista comienza narrando la convocatoria del censo, al que debían desplazarse san José y la Virgen, por ser descendientes de David: Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. La Providencia divina se sirvió de la autoridad imperial para que se cumplieran las profecías. Y puso a la Sagrada Familia en el ambiente redentor del sufrimiento: ¡cuánto padecería José, al no poder ofrecerle a su Esposa los medios adecuados para un alumbramiento digno! ¡Y cuánto sufriría la Virgen, con nueve meses de embarazo, un camino de varios días a lomo de mula! En su oración le ofrecerían a Dios las incomodidades, físicas y morales, del desplazamiento -también la hu

Cristo Rey

El último domingo del tiempo ordinario la Iglesia celebra la solemnidad de Cristo Rey. La Liturgia de las Horas resume el sentido de la fiesta: se dirige a Jesucristo, como hacemos nosotros al comienzo de nuestra oración, diciéndole: “somete a los espíritus rebeldes [el primero de los cuales somos nosotros mismos], y haz que encuentren el rumbo los perdidos y que se congreguen en un solo aprisco. Para eso pendes de una cruz sangrienta, y abres en ella tus divinos brazos; para eso muestras en tu pecho herido tu ardiente corazón atravesado”. Ahí tenemos la síntesis del significado de esta celebración, el objetivo: la cruz, el pecho herido con el corazón atravesado. Vemos la estrecha relación de esta fiesta con la devoción al Sagrado Corazón, que es el origen de la última solemnidad del año litúrgico. Y uno se puede preguntar: ¿por qué celebrar el reinado de Cristo? De hecho, hay contradictores que rechazan -con toda razón- la idea de Cristo Rey al modo de algunos reyes terrenales.

Novedad editorial, de próxima aparición

Puede reservar su ejemplar en la Dirección de Publicaciones de la Universidad de La Sabana:  https://publicaciones.unisabana.edu.co/nosotros/

Las vírgenes prudentes

El quinto y último discurso de Jesús, que recoge el Evangelio de san Mateo, se caracteriza por su tono escatológico y por ser un llamado que el Señor hace, a través de parábolas, para que sus discípulos cuiden la vigilancia. Una de ellas es el pasaje de las vírgenes necias (Mt 25,1-13) : Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. En la tradición oriental, las bodas incluían la espera del Esposo, que hacía la novia acompañada de sus mejores amigas y de sus parientes. Cuando él llegaba, la trasladaba al nuevo hogar, terminada la fiesta de bodas. El Señor cuenta una parábola en la que aparecen dos tipos de acompañantes: Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. En el relato alaba la prudencia de las cinco primeras, por su previsión. Podemos aprovechar esta meditación para hablar con el Señor de esta virtud fundamental, cardinal (del latín cardo : quicio, gozne), que —junto con la justicia, la forta