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Desprendimiento y pobreza

El tema de las riquezas forma parte importante del acervo religioso. Y lo es, porque el ser humano tiene la capacidad de poseer como elemento esencial de su existencia. Después del pecado original, se da la tendencia a acaparar más y más: parece que todas las posesiones del mundo son incapaces de satisfacernos. El evangelio de Lucas presenta, justo después de la parábola de los dos hermanos –el hijo pródigo y el que se quedó con el padre-, unas palabras de Jesús acerca de las riquezas: - «Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: "¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido." El administrador se puso a echar sus cálculos: "¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa.&q

Humildad

Hace pocos días supe de una noticia nefasta: en Italia le practicaron una cirugía a una mujer que tenía un embarazo gemelar, para “descartar” uno de los embriones, porque tenía una limitación de origen cromosómico. Por lo visto, al momento de extraerlo se movió, y eliminaron al embrión sano. Al final, murieron las dos criaturas.  Lamentablemente, no son extraños estos sucesos hoy día. Y parecen responder a una filosofía de fondo, que viene desde la Edad Moderna : la auto-realización, la autonomía total. El hombre moderno rechaza la dependencia, el límite: para eso somos lo que somos, para superar cualquier barrera.  No se trata de una simple apreciación filosófica. Y en realidad no se puede limitar a los últimos siglos… La historia del egoísmo humano es más antigua, viene desde los inicios. Más bien se podría decir que ahora nos da menos vergüenza mostrarnos como somos, y hemos llegado a “liberarnos” de la mínima modestia que antes impedía decir que, en una actuación concreta, se

Conversión: la puerta angosta

Hemos visto en ocasiones anteriores la llamada que Jesús hace a la santidad. Llamada universal: todas las personas, en todas las situaciones honradas de la vida, pueden y deben seguirlo para ser santas. La semana pasada veíamos que esa llamada no es a una santidad personal, sino que incluye la preocupación por la salvación de los demás; el deseo de propagar el incendio del amor que Jesucristo vino a traer a la tierra. Sin embargo, en la vida se presentan muchas maneras distintas: geográficas, culturales... Es más: no es lo mismo esta situación para un joven que para un adulto, inclusive uno mismo tiene momentos de alegría y de tedio, de ilusión y de oscuridad. Surge entonces la pregunta: ¿cómo concretar esa llamada genérica a la santidad en la vida cotidiana? ¿cómo hacerla presente en las circunstancias cambiantes de la existencia corriente? En el Evangelio de Lucas aparece un interrogante que hace un hombre de entre la multitud : " Señor, ¿son pocos los que se salvan? " (Lc

Santidad y revolución

Es raro hablar hoy día de la palabra “santidad”. Y en las pocas veces que se escucha suele ser en tono de broma: que si Juan Pablo II canonizó a demasiadas personas, que cuál sentido tiene. Además, un dolor de la Iglesia contemporánea es la conciencia de saberse compuesta por pecadores . No solo entre la multitud de los laicos, sino que también muchos ministros no somos dignos de esa jerarquía eclesial… Ante este panorama, bastantes personas se preguntarían: ¿Tiene sentido seguir hablando hoy de santidad? ¿No sería mejor hablar de revolución, cambiar el mundo, en lugar de perder el tiempo con rezos personales y con credos generadores de intolerancia? En ese planteamiento late una actitud descreída. Una incredulidad parecida a la que enfrentó Moisés en el desierto, delante de sus hermanos que no confiaban en que el Señor pudiera salvarlos de ejércitos de gigantes, ante los cuales ellos se sentían como saltamontes. Sin embargo, muchos siglos después, el libro de la Sabiduría deberá

Pobreza, avaricia y solidaridad

Un estudio del IESE , publicado en 2007, compara felicidad y riqueza, y concluye que la clave no está en los bienes de consumo -a los que uno se acostumbra demasiado rápido, cuyo éxtasis dura poco- sino en los bienes básicos: comer, descansar, disfrutar con amigos, la salud, vivir en una democracia con libertad y derechos garantizados. "La felicidad social no avanza, porque siempre nos peleamos por tener lo que tiene el vecino": cuentan que, tras la unificación de Alemania, los niveles de felicidad de los vecinos del Este cayeron en picado, ya que pasaron de compararse con ciudadanos del bloque soviético a mirarse en el estilo de vida de sus vecinos de Alemania Occidental. Otro ejemplo: en 1995, los medallistas olímpicos de bronce estaban más contentos que los que habían ganado la plata, ya que se comparaban con aquellos que no habían subido al podio, mientras los clasificados en segundo lugar tenían pesadillas porque creían que se les había escapado el oro. En 1998, dos in

Marta y María. Acoger a Dios.

Uno de los diagnósticos más certeros del mundo actual es el que hace Benedicto XVI. De diversas formas ha expresado que el problema central se encuentra en que el ser humano se ha alejado de Dios . Se ha puesto a sí mismo en el centro, y ha puesto a Dios en un rincón, o lo ha despachado por la ventana. En la vida moderna, marcada de diversas maneras por el agnosticismo, el relativismo y el positivismo, no queda espacio para Dios.  En la Sagrada Escritura aparecen, por contraste, varios ejemplos de acogida amorosa al Señor. En el Antiguo Testamento (Gn 18,1-10) es paradigmática la figura de Abrahán, al que se le aparece el Señor. Su reacción inmediata es postrarse en tierra y decir: "Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases junto a mí sin detenerte”. No repara en la dificultad que supone una visita a la hora en que hacía más calor, no piensa en su comodidad sino en las necesidades ajenas. Ve la presencia de Dios en aquellos tres ángeles, y recibe com

Deseos de paz

La violencia y las guerras son un flagelo de toda sociedad. Desde los cuatro puntos cardinales y a través de los tiempos se levanta el clamor de muchedumbres impotentes pidiendo el regalo de la paz, de la cordura, de la justicia, del amor. A veces parece que el poder de los fuertes y de los violentos se burlara de la petición multitudinaria de los pacíficos y de los sencillos. Pero la liturgia y la Sagrada Escritura salen al encuentro del ser humano tentado por la desesperanza. En la semana XIV del tiempo ordinario se invita a la memoria de las cosas buenas que Dios ha hecho por nosotros: “Recordaremos, Señor, los dones de tu amor en medio de tu templo. Que todos los hombres de la tierra te conozcan y alaben, porque es infinita tu justicia”. Y en la Colecta de ese mismo domingo se explica la razón de la esperanza, que es el valor infinito de la salvación alcanzada por Cristo: “Dios nuestro, que por medio de la muerte de tu Hijo has redimido al mundo de la esclavitud del pecado, concé