En el capítulo 14 del
evangelio de Mateo se narra cómo, después de la muerte de Juan el Bautista, Jesús
trató de apartarse en un lugar desierto. Sin embargo, la gente se dio cuenta y una
gran multitud le siguió hasta forzar el corazón de Jesús a realizar la primera multiplicación
de los panes (cf. Mt 14,22-33).
Enseguida Jesús apremió a
sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras
él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas
para orar. El Maestro nos da ejemplo de priorizar la oración, la
vida interior, el trato con su Padre. Es fácil imaginarse que, en aquella noche,
Jesús pediría por sus discípulos, encomendaría los frutos de la lección que tenía
previsto darles poco más tarde. Pero en su diálogo con el Padre no solo estarían
los Doce, sino también todos aquellos que escucharían esas enseñanzas a lo largo
de la historia, como tú y yo. El Señor nos da ejemplo de cómo ha de ser nuestra
vida de apóstoles, fundada en la oración: «antes de hablar a las almas de Dios,
hablad mucho a Dios de las almas» (San Josemaría, cit. por Echevarría, Carta pastoral,
1-06-2016).
¿Cuánto tiempo rezó Jesús?
No se trató de un rato fugaz, como vemos por un apunte como de pasada que hace
el evangelista: Llegada la noche estaba allí solo. La vida de oración no es cuestión solo
de sacar un tiempo breve para hablar con Dios, como puede ser, por ejemplo, saludarlo
al comienzo del día y agradecerle por la noche antes de acostarse, sino de ser generoso,
de pasar ratos largos (en la dirección espiritual nos pueden ayudar a concretarlos)
hablando con Él, repasando su vida en la lectura del Evangelio, pensando en lo que
nos sucede a la luz de su mirada, buscando cuál es su voluntad para nosotros.
Mientras tanto la barca iba
ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. La barca
sobre las olas es símbolo de los cristianos en medio del mundo, sometidos a dificultades
y contradicciones, cuando no a verdaderas persecuciones, como sucede ahora en varios
países. Además, también simboliza nuestras luchas por ser fieles a la vocación cristiana,
amenazados por las tentaciones, sacudidos por las olas que generan las consecuencias
del pecado original. Tanto que, a veces, puede llegar el peligro del desaliento,
de sentirnos solos en esta lucha que parece superarnos. Sin embargo, siempre aparece
el Señor a decirnos que está con nosotros, a pesar de las apariencias: A la cuarta
vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar.
¿Cómo reaccionaron los Doce
ante esa manifestación de la misericordia de un Dios que se les acercó caminando
sobre las aguas para ayudarles en sus dificultades? ―Los discípulos, viéndole
andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
Así somos, Señor, incapaces de verte incluso cuando más cerca estás de nosotros.
Como a Zaqueo, la sombra de nuestras faltas nos impide distinguirte. Pero tú insistes
en el empeño por salvarnos del peligro, para dirigir nuestros pasos por el camino
de la felicidad: Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
También a nosotros el Señor
nos dirige esas palabras ahora, como a los discípulos hace veintiún siglos: en medio
de las circunstancias actuales, a pesar del aparente poder de los enemigos de Cristo,
del oleaje sensual que parece anegar la barca de nuestra vida y de nuestra sociedad,
Jesús nos invita a ser protagonistas de este tiempo, a huir de las lamentaciones
estériles y a contar con Él en la misión que nos asigna: «¡Ánimo, soy yo, no
tengáis miedo!».
Las palabras de Jesús en
esta escena marina nos traen a la memoria
otro encuentro con los primeros Doce, junto al mar de Galilea, al comienzo de su
vida pública. En aquella ocasión, el Señor le pidió a Pedro su barca para predicar
desde ella a la multitud que se encontraba en la playa. Después, les hizo a los
discípulos una “enérgica
invitación a ser audaces” (Ocáriz, Mensaje, 7-7-2017): «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca».
También a nosotros, ahora,
el Señor nos invita a lanzarnos con osadía a cumplir su voluntad en ese mar tormentoso
del mundo en el que nos ha tocado vivir. Podemos responder que sí, aunque sea con
el temor que caracterizó a los profetas o a los discípulos, al ver la magnitud de
la misión. O esquivar el compromiso, para no complicarnos la vida, como hicieron
el joven rico y otros personajes cobardes del evangelio, que inventaron cualquier
excusa para omitir su llamado.
El Papa Francisco, al
predicar sobre la vocación de los discípulos, suele citar un sermón de san
Agustín que le gusta mucho: “Tengo miedo de que el Señor pase” y añade: “tengo
miedo de que pase y yo no me dé cuenta, que yo no lo reconozca”, que piense que
se trata de un fantasma (Cf. Homilía, 5-9-2013, en la que me inspiro para lo
que sigue). Francisco dice que el Señor pasa en nuestra vida como ha sucedido
en la de Pedro, de Santiago, de Juan. Y que, en esos relatos vocacionales, Jesús siempre dice una palabra, hace una
promesa, pide que nos despojemos de algo y confía una misión.
En la escena de la barca
de Pedro, la primera palabra que dice Jesús es, de nuevo, la invitación a no
tener miedo: No temas. “Y después, y
aquí está la promesa, le dice: desde
ahora serás pescador de hombres. El Señor siempre, cuando llega a nuestra
vida, cuando pasa en nuestro corazón, nos dice una palabra y nos hace una
promesa: ‘Ve adelante, ánimo, no temas: ¡tú harás esto!’”. Es “una invitación a
seguirle”, un llamado, una vocación.
Y “cuando oímos esta
invitación y vemos que en nuestra vida hay algo que no funciona, debemos
corregirlo y debemos estar dispuestos a dejar cualquier cosa, con generosidad”.
Estamos considerando que el Señor nos llama ahora, en nuestras circunstancias
actuales, como lo hizo con Pedro en el mar de Galilea. Pensemos qué debemos
corregir para escuchar con mayor nitidez la llamada divina, o para seguir al
Maestro con más prontitud.
Volvamos a la predicación
de Francisco sobre el llamado de Cristo: aunque “en nuestra vida haya algo de
bueno, Jesús nos invita a dejarlo para seguirle más de cerca. Es como sucedió a
los apóstoles, que dejaron todo, como dice el Evangelio: Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”.
La vida cristiana “es siempre un seguir al Señor. Pero, para seguirle, primero
hay que oír qué nos dice; y después hay que dejar lo que en ese momento debemos
dejar y seguirle”. Nos puede servir una consideración de san Josemaría:
“Los primeros Apóstoles,
cuando el Señor los llamó, estaban junto a la barca vieja y junto a las redes rotas,
remendándolas. El Señor les dijo que le siguieran; y ellos, «statim» ―inmediatamente, «relictis omnibus» ―abandonando todas las
cosas, ¡todo!, le siguieron...
Y sucede algunas veces
que nosotros ―que deseamos imitarles― no acabamos de abandonar todo, y nos queda
un apego en el corazón, un error en nuestra vida, que no queremos cortar, para ofrecérselo
al Señor.
―¿Harás el examen de tu
corazón bien a fondo? ―No ha de quedar nada ahí, que no sea de Él; si no, no le
amamos bien, ni tú ni yo”. (F, n. 356)
Finalmente está la misión que Jesús nos confía. Él,
en efecto, “jamás dice: ¡Sígueme! sin
después decir la misión. Dice siempre: ‘Deja y sígueme para esto’”. Así que, si
“vamos por el camino de Jesús es para hacer algo. Ésta es la misión”.
A nosotros nos llama
ahora, y el Papa nos anima a olvidar los temores, el peligro del mar en el que navegamos Se trata de confiar en la palabra de Cristo, como hizo
Pedro al lanzar la red. Recordemos ahora unas palabras que Francisco pronunció
a los jóvenes italianos:
“hay una persona que puede llevarte adelante.
¡Confía en Él! ¡Es Jesús! ¡No es una ilusión! El Señor siempre está con
nosotros. Viene a la ribera del mar de nuestra vida, se hace cercano a nuestros
fracasos, a nuestra fragilidad, a nuestros pecados, para transformarlos. ¡Remen
mar adentro y tiren las redes! Sean cada vez más dóciles a la Palabra del
Señor: es Él, es su Palabra, es el seguirlo, lo que hace fructuoso su
compromiso de testimonio. La Palabra del Señor ha llenado las redes, y hace
eficaz el trabajo misionero de los discípulos. ¡Seguir a Jesús es
comprometedor, quiere decir no conformarse con las pequeñas metas, con el
pequeño cabotaje, sino apuntar hacia arriba con coraje!”.
Además del remo mar
adentro, hay otras figuras que ilustran la misión que el Señor nos confía y que
el Papa ilustra con frecuencia: abandonar la vida cómoda y tranquila del sofá, cambiarlo
por unos zapatos de jugadores titulares; no mirar la vida desde el balcón, sino
subirse a la barca de Cristo. Hacer lío, dejar huella en la vida, construir
puentes, tener coraje y sembrar esperanza para el futuro, aunque haya vientos y
tempestades en la superficie del mar de esta vida. Contamos con la gracia de
Jesús que nos repite: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pero, sobre todo, el
Papa transmite el testimonio de su propia vida. En el citado encuentro con los
jóvenes de Italia, recordaba su propio llamado y concluía:
“sesenta años en el camino del Señor, detrás de Él,
al lado de Él, siempre con Él. Sólo les digo esto: ¡No me he arrepentido! ¡No
me he arrepentido! ¿Pero por qué? ¿Porque yo me siento ‘Tarzán’ y soy fuerte
para ir hacia delante? ¡No! No me he arrepentido porque siempre, también en los
momentos más oscuros, en los momentos del pecado, en los momentos de la
fragilidad, en los momentos de fracaso, he mirado a Jesús, y me he confiado en
Él, y Él no me ha dejado sólo ¡Confíen en Jesús! Él siempre va hacia delante,
Él va con nosotros. Éste es mi testimonio. Estoy feliz de estos 60 años con el
Señor. ¡Vayan adelante!”
A la Virgen santísima le encomendamos los propósitos que formulamos en
esta meditación: buscar en la oración la voluntad del Señor para nosotros,
escuchar su palabra, dejar lo que nos aparta de Él, sabernos llamados a la
santidad y confiar más en la gracia de Dios que nos dice: ¡Ánimo, soy yo, no tengáis
miedo!, remad mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
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