Una manera de analizar la estructura
del Evangelio de Mateo es centrándolo en la confesión de san Pedro en el capítulo
16, que ocurre Cesarea de Filipo. Antes de esa escena, Jesús predica sobre todo
a las muchedumbres de Galilea. A partir de ese momento, se detiene en la formación
de sus discípulos.
Consideremos ahora un pasaje de la primera
sección: después del “discurso de la montaña” y de algunos milagros que confirmaban
la validez de su enseñanza, el segundo sermón del Maestro es el “discurso misionero”,
con el cual Jesús instruía a los Apóstoles para su labor evangelizadora. A
continuación, el evangelista presenta dos reacciones distintas ante la enseñanza
divina: de una parte, la incredulidad de algunos y, por otro lado, la aceptación
de personas como san Juan Bautista y los sencillos de corazón.
El capítulo 11 (25-30) concluye con una
acción de gracias del Señor, que los exégetas consideran una joya del
Evangelio, una hermosa oración que Jesús dirige al Padre: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Aprendamos de Jesús a hablar con el Padre:
a darle gracias, a dirigirnos a Él con la confianza de un hijo pequeño. Además,
contamos con su propia mediación de Hermano mayor, que nos revela el modo de entrar
en la intimidad divina y de permanecer en diálogo con la Santísima Trinidad. El
camino es Él mismo, por esa razón enseña a sus discípulos: Venid a mí.
Vayamos a Jesús y busquemos en Él la
alegría, la paz y el consuelo: Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Pero el Maestro
nos revela una verdad en apariencia paradójica, pues el camino para el descanso
es cargar un peso: Tomad mi yugo sobre vosotros.
¿Cómo se explica esa contradicción?
El auditorio entendía que ese yugo era
la Ley de Dios, que los fariseos habían complicado hasta hacerla insufrible. La
Buena Nueva de Jesús alivia del cansancio y el agobio que generaban unas normas
exigidas sin misericordia. El peso del Señor es llevadero porque Él mismo es nuestro
Cirineo, nos da su gracia para cumplir lo que nos pide:
“Cualquiera otra carga te oprime y abruma, mas
la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquiera otra carga tiene peso, pero la
de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del
peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en
el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás
cómo vuela”. (S. Agustín, Sermón 126, citado por Biblia de Navarra, in loco)
En esta altura del discurso, Jesús ofrece
otra clave para el alivio de nuestros cansancios y agobios: aprended de mí. Es natural en el ser humano
el deseo de imitar a otros modelos de conducta, como parientes, profesores o
ídolos deportivos o musicales (aunque a veces no sean muy positivos). Ese “deseo
mimético”, que en algunas ocasiones origina decepciones o inclusive puede llevar
a consecuencias violentas, se resuelve por superación si el modelo es Jesucristo,
que es el Camino, la Verdad y la Vida:
“Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro
único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes
más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas,
adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos
y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar
convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres”. (AD n. 128)
El evangelio de Mateo explicita qué debemos
asimilar de Jesús: aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Jesús
podría ponerse como ejemplo de muchas virtudes, de su modo de obrar, etc., pero
las características que propone aquí son la humildad y la mansedumbre.
Hay varios pasajes de la sagrada Escritura
que nos ayudan a entender el significado de esta invitación. El primero es el anuncio
de Zacarías que la liturgia del domingo XIV utiliza para introducir la proclamación
de este pasaje evangélico (9,9-10): El profeta enseña que la humildad y mansedumbre
serán un distintivo del Mesías. Por ejemplo, su cabalgadura no sería imperial, sino
todo lo contrario: ¡Salta de gozo, Sión; alégrate,
Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico,
en un pollino de asna. Esta profecía era difícil de comprender para los
judíos: se hablaba de un rey triunfante, pero que vestía su victoria con la humildad
del borrico. En cambio, los cristianos vieron cumplida la Escritura con la entrada
triunfal de Jesús el Domingo de Ramos en Jerusalén.
Otro pasaje que incluye la misma palabra
es la segunda bienaventuranza: Bienaventurados
los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Estos mansos son los mismos “anawim”, los pobres de espíritu a los que
se refería la primera bienaventuranza, y con los que Jesús se identificaba.
Benedicto XVI añade una descripción de
Moisés, que Jesucristo cumplió en plenitud: Moisés
era un hombre muy humilde, más que nadie sobre la faz de la tierra (Nm 12, 3).
Y concluye el papa alemán: “Cristo es el nuevo, el verdadero Moisés (ésta es la
idea fundamental que recorre todo el Sermón de la Montaña); en Él se hace presente
esa bondad pura que corresponde precisamente a Aquel que es grande, al que tiene
el dominio” (Jesús de Nazaret).
Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón. El camino para imitar a Jesús es seguirlo
en su humildad y en su mansedumbre, que fueron las virtudes que lo llevaron a
preferir a los niños, a los pobres, a los enfermos, a los desechados por los
poderosos de la sociedad. Humildad que culminó con su pasión y muerte
ignominiosas, y con su presencia salvadora en la Iglesia, en los sacramentos,
principalmente en la Eucaristía. Humildad que también se nota en que nos eligió
a nosotros como instrumentos.
Aunque la humildad de Jesús es distinta
de la nuestra: en nuestro caso, “consiste en
el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento” (Diccionario de la lengua española). En cambio, Él
no tenía “limitaciones y debilidades”, su actitud fue de abajamiento, de “kénosis”.
Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón. Humildad es “andar en verdad”, tanto
por lo que se refiere a nuestra propia condición, como a la consideración de
los demás o a nuestras relaciones con Dios. Por eso es famosa la definición que
daba santa Teresa sobre la íntima relación entre humildad y verdad:
“Una vez estaba yo considerando por
qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme
delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque
Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no
tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no
entiende, anda en mentira”. (VI Moradas 10,7)
Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón. El cardenal Bergoglio tenía en alta
consideración estas dos virtudes. Alguna vez le preguntaron: “¿Cuál es para
usted la más grande de las virtudes?”, a lo que respondió: “Bueno, la virtud
del amor, de darle el lugar al otro, y eso desde la mansedumbre. ¡La
mansedumbre me seduce tanto! Le pido siempre a Dios que me dé un corazón manso.
—¿Y el peor de los pecados?
—Si considero el amor como la mayor
virtud, tendría que decir, lógicamente, que el peor de los pecados es el odio,
pero el que más me repugna es la soberbia, el “creérsela”. Cuando yo me
encontré en situaciones en que “me la creí”, tuve una gran vergüenza interior y
pedí perdón a Dios pues nadie está libre de caer en esas cosas” (Rubin y
Ambrogetti).
San Pablo nos da ejemplo de humildad
y al mismo tiempo enseña la clave para vencer en esta lucha. Después de contar
la grandeza de las visiones que el Señor le concedió, confiesa con toda
sencillez que, “por la grandeza de las
revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un
emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres
veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta
mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío
de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo”. (2 Co 12,
8-9).
Se trata de asumir nuestra debilidad
(la fuerza se realiza en la debilidad).
Pero sin conformarnos, luchando contra ellas con humildad: poniendo los medios (la
oración, la penitencia) y contando con el protagonismo de Dios (“Te basta la gracia: sé fiel y vencerás”.
Cf. C, n. 707).
Pero esa humildad es compatible con
saberse instrumentos de Dios para una gran misión, llamados por Él a iluminar
el mundo con la luz del Evangelio desde las cimas del trabajo humano, del
prestigio profesional: “El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa
que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo
ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin
buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la
tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de
Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve” (san Josemaría, Carta
24-III-1930, nn. 20-21, citado por Burkhart y López).
Porque mi
yugo es llevadero y mi carga ligera. El yugo de Cristo, su seguimiento
hasta la Cruz y la resurrección, no es un camino imposible ni lastimero, tampoco
es una carga pesada. Es la vía para alcanzar el descanso, la alegría la paz: “La
aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz:
la felicidad en la Cruz. –Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su
carga no es pesada”. (C, n. 758).
Apolinar de Laodicea explicaba que, “para
los diligentes, los mandatos del Señor son ligeros” (Fragmentos sobre el
Evangelio de Mateo, 67, citado por Simonetti 2004). Y Epifanio el Latino
complementa: “todo el que desee la vida y quiera ver los días buenos debe
abandonar el yugo de la iniquidad y de la malicia (…), el deseo de cualquier vicio,
para aceptar el yugo suave y ligero de Cristo”. Este autor concluye que “quien
no sea manso y humilde de corazón no podrá llevar el yugo de Cristo” (Interpretación
de los Evangelios, 26, citado por Simonetti 2004).
Comenta el beato Álvaro que, “cuando
se habla de responsabilidades, generalmente las imaginamos como un peso. En
este caso solo es verdad hasta cierto punto, porque mi yugo es suave y mi carga ligera, nos asegura el Señor. Suave y
ligera, porque son el yugo del amor y la carga del amor. El Espíritu Santo, que
inhabita en nuestras almas, es el Amor del Padre y del Hijo, y el efecto propio
de su presencia se concreta en llenarnos de amor: la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado. Y así sucede una cosa estupenda, que
parece una contradicción pero que no lo es: quien se entrega de veras a Dios y
toma ese yugo y esa carga de amor, camina más libre que nadie. Santo Tomás lo
explicaba diciendo que, cuanto más amor se tiene, más libertad se posee, porque
donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Por eso enseñaba
nuestro Padre: ‘Yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin
la libertad: una realidad subraya y afirma la otra (...). Por amor a esa
libertad, queremos tener buena atadura. Esa es, además, la mayor muestra de
libertad; decirle al Señor: ponme manillas de hierro, átame a ti, que yo solo
quiero servirte y amarte´” (Caminar con Jesús).
Hay una persona que aprendió esta
lección de Jesús en modo excelso: la Virgen santa, que pudo decir que, en su
caso, el Señor había mirado “la humildad de su esclava” (Lc 1, 48). A Ella le
pedimos que nos ayude a imitarla, para llegar por ese camino a la
identificación con su Hijo, que hoy nos invita de nuevo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os
aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo
es llevadero y mi carga ligera”.
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