El
catecismo de la Iglesia, al comentar el credo, explica la comunión de los
santos. Glosando el concilio Vaticano II, enseña que hay tres estados en la
Iglesia: unos fieles peregrinamos en la tierra, otros se purifican en el
purgatorio, mientras los terceros están glorificados, contemplando a Dios (Cf.
n. 954).
Más
adelante, el catecismo expone la doctrina de la intercesión de los santos: “por
el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo,
consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad… no dejan de
interceder por nosotros ante el Padre.
Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (n. 956).
Con
ese telón de fondo sobre el sentido del culto a los santos en la Iglesia,
comenzamos nuestra meditación con ocasión de un nuevo aniversario del
nacimiento para el cielo de san Josemaría. El himno de la Liturgia de las horas
lo describe con amor filial: “Josemaría
fue maestro, rector, padre nutricio, / guía, docto pastor y sacerdote, / a
quien tú, oh Cristo, infundiste / una íntima visión de luz”.
Se
descubre un paralelo con los tres oficios que caracterizan la misión de Jesús, y de todos los santos que lo imitaron en su paso por la tierra: Profeta
(maestro, guía, docto pastor),
sacerdote (con íntima visión de luz), y
Rey (rector, padre nutricio). En
nuestro diálogo con el Señor contemplaremos esas características, que se
manifiestan en sendos aspectos de la enseñanza de san Josemaría: santidad, sacerdocio, servicio.
En
primer lugar, consideremos el carisma profético
de quien recibió el título de “santo de la vida ordinaria” el día de su
canonización: “Josemaría fue maestro,
guía, docto pastor”, que enseñó a su
grey de acuerdo con la voluntad divina. Desde los 15 ó 16 años percibió los “barruntos”
del amor divino y decidió entregarse al Señor para descubrir con más claridad
qué era aquello que le pedía.
A
los 26 años recibió una semilla, un mensaje, que cuidó con su propia vida,
hasta el último instante de su existencia. Como docto Pastor, podemos valorar e
imitar su labor de formación, el modo como orientó, dirigió, animó y guio la
institución que el Señor le pidió fundar. Encarnó un carisma: el de apóstol de
la llamada a la santidad en medio del mundo, del trabajo, de la familia, de la
cultura, de la ciencia, de la sociedad, tan necesario en el mundo de hoy. Es la
luz de la que habla el himno litúrgico: Que
serían los hombres y las mujeres de Dios / quienes te ayudarían a elevar la
cruz / en la cumbre del mundo; y así Cristo triunfador / atraería a sí todas
las cosas.
Podemos
pedirle: ¡san Josemaría, haznos hijos fieles! Que te imitemos en el afán de
transmitir la invitación que Dios extiende a la santidad: “todos los fieles de
cualquier edad o condición están llamados a la plenitud de la caridad, que es
la santidad” (Concilio Vaticano II,
LG, n.10).
Para
la gran mayoría de los fieles, esa vocación se desarrolla en medio de las
actividades ordinarias: en la familia, en las relaciones profesionales, en la
jornada laboral cotidiana. Por eso escribió san Josemaría que “Hemos
venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo
peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja
guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a
todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde
estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque
esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad”
(Carta, 24-III-1930, n. 2).
Y
en una predicación a sus hijos espirituales explicaba en qué consiste esa
búsqueda de la santidad en medio del mundo: “Santidad es luchar contra los
propios defectos constantemente. Santidad es cumplir el deber de cada instante,
sin buscarse excusas. Santidad es servir a los demás, sin desear compensaciones
de ningún género. Santidad es buscar la presencia de Dios —el trato constante
con Él— con la oración y con el trabajo, que se funden en un diálogo
perseverante con el Señor. Santidad es el celo por las almas, que lleva a
olvidarse de uno mismo. Santidad es la respuesta positiva de cada momento en
nuestro encuentro personal con Dios”. (Echevarría, J. [2000]. Memoria
del Beato Josemaría Escrivá. Madrid: Rialp, p. 16).
El
segundo oficio de Jesucristo, que podemos considerar en la vida de san
Josemaría, además del profético, es su vocación
sacerdotal. El catecismo explica que todos los fieles, no solo quienes
recibieron la vocación de clérigos, están llamados a identificarse con Cristo
sacerdote: “Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia
"un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1,6). Toda la
comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su
sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación
propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey” (n. 1546).
Por
esa razón, san Josemaría hablaba con mucha frecuencia del “alma sacerdotal” que
debe caracterizar la actuación de los fieles laicos, que son sacerdotes de su propia
existencia, ofreciendo su vida en oblación a Dios: «Servirle no sólo en el altar,
sino en el mundo entero que es altar para nosotros. Todas las obras de los
hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de
almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que
dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente que durará otras
veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida» (Apuntes
tomados de una meditación, 19-III-1968. Citado en Echevarría [2010]. Vivir la
Santa Misa. Madrid: Rialp, p. 17).
Si
bien todos los cristianos son "consagrados para ser… un sacerdocio
santo" (LG 10) por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, también
hacen falta personas que sigan el camino del sacerdocio ministerial, que le
entreguen su vida entera al Señor, que sirvan a Dios y a sus hermanos desde el
ministerio presbiteral.
Es
conmovedora la manera en la que san Josemaría describe su vocación: "Comencé
a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Yo no
sabía lo que el Señor quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya
vendría lo que fuera...". El Señor lo fue llevando de modo
gradual: primero, a sentir los barruntos de un llamado; después, a hacerse
sacerdote; más adelante, a ser fundador de un nuevo carisma en la Iglesia para
recordar la llamada universal a la santidad.
El
tercer oficio de Jesucristo, además de profeta y sacerdote, es el de rey. Que
en el himno que estamos contemplando abarca las categorías de rector y padre nutricio. No es
casualidad que el beato Álvaro hubiera escogido, como lema para el epitafio de
san Josemaría, simplemente dos palabras: «El Padre». Se ve que quiso reflejar,
como misión fundamental de su vida, esa paternidad espiritual, que actualiza en
la tierra la relación con Dios Padre, de
quien procede toda paternidad, en los cielos y en la tierra.
El
título de rey no se entiende en el sentido de gobierno tiránico, pues
Jesucristo mismo dijo que no había venido a ser servido, sino a servir. Lo
explica muy bien el título de un libro de Jorge Mario Bergoglio, titulado: “El
verdadero poder es el servicio”.
Por
eso, san Josemaría aconsejaba imitar el espíritu de servicio de Jesús y meditar
con frecuencia el mandamiento nuevo: “Cuando te cueste prestar un favor, un servicio
a una persona, piensa que es hija de Dios, recuerda que el Señor nos mandó
amarnos los unos a los otros. —Más aún: ahonda cotidianamente en este precepto
evangélico; no te quedes en la superficie. Saca las consecuencias —bien fácil
resulta—, y acomoda tu conducta de cada instante a esos requerimientos” (Surco,
727).
A
san Josemaría le gustará que concluyamos con dos citas suyas: “si
en algo quiero que me imitéis es en el amor que tengo a la Virgen Santísima”.
“Sé de María y serás nuestro”. A Ella le pedimos que nos alcance la
gracia de hacer vida lo que hemos contemplado hoy: que renovemos la respuesta
positiva al llamado de Dios para ser santos, que vivamos con alma sacerdotal, y
que dediquemos la vida entera al servicio de Dios y de nuestros hermanos,
siguiendo el ejemplo de san Josemaría.
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