El último domingo del tiempo ordinario
la Iglesia celebra la solemnidad de Cristo Rey. La Liturgia de las Horas resume
el sentido de la fiesta: se dirige a Jesucristo, como hacemos nosotros al comienzo
de nuestra oración, diciéndole: “somete a los espíritus rebeldes [el primero de
los cuales somos nosotros mismos], y haz que encuentren el rumbo los perdidos y
que se congreguen en un solo aprisco. Para eso pendes de una cruz sangrienta, y
abres en ella tus divinos brazos; para eso muestras en tu pecho herido tu
ardiente corazón atravesado”.
Ahí tenemos la síntesis del significado
de esta celebración, el objetivo: la cruz, el pecho herido con el corazón
atravesado. Vemos la estrecha relación de esta fiesta con la devoción al
Sagrado Corazón, que es el origen de la última solemnidad del año litúrgico.
Y uno se puede preguntar: ¿por qué
celebrar el reinado de Cristo? De hecho, hay contradictores que rechazan -con
toda razón- la idea de Cristo Rey al modo de algunos reyes terrenales. Sería
una celebración anacrónica si se festejara como una tiranía monárquica, como
una festividad con ribetes políticos.
Preguntemos al Señor en nuestra oración
cómo debemos entender su reinado, de acuerdo con el himno que citamos al inicio
y las demás indicaciones que nos sugiere la liturgia.
De entrada, la teología propone dos
vertientes para entender el reinado de Jesús: una, que podríamos llamar
“social”, y que consiste en su potestad universal (sobre todo el
cosmos, sobre todas las criaturas, y sobre todos los seres humanos). La otra
manera de verlo, no contradictoria, sino complementaria, es la “espiritual”, en
la cual contemplamos a Jesús como Buen Pastor, con la significación del reinado
de la caridad y de la misericordia (Cf. Cano, 2009). En
este sentido encontramos la verdadera justificación para celebrar el reinado de
Cristo: es lógico venerarlo si lo vemos como una renovación liberadora, como la
reconciliación con Dios que Jesús nos alcanza al redimirnos.
Veamos los textos que la Iglesia propone para meditar la historia y el sentido de ese reinado de Jesús: en el Antiguo Testamento se recuerda que el
inicio de las dinastías reales fue una manifestación del rechazo del pueblo a
Dios. Sin embargo, el Señor -en su designio de misericordia- previó que David fuera el sucesor
de Saúl y en el segundo libro de Samuel (5, 1-3) se comenta la proclamación de su reinado: Todas
las tribus de Israel se presentaron ante David en Hebrón y le dijeron: «Hueso
tuyo y carne tuya somos. Desde hace tiempo, cuando Saúl reinaba sobre nosotros,
eras tú el que dirigía las salidas y entradas de Israel. El rey hizo una
alianza con ellos en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos le ungieron como
rey de Israel.
Cuando Joseph Ratzinger comenta este
pasaje sobre la ascensión de David al trono real, lo hace en el contexto del
nacimiento de Jesús, porque así lo reseña también el Evangelio de Mateo. Vemos
que este relato es una profecía mesiánica. Hay una frase, que los ancianos le
dijeron a David en Hebrón, y que permaneció como aplicable a su futuro
descendiente, al mesías anunciado: el
Señor te ha dicho: «Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de
Israel».
Mateo inserta este pasaje entre las citas que
muestran a Jesús como el Mesías. De ese modo enseña que Jesús es el nuevo David, el humilde pastor elegido como rey, porque
Dios -es la conclusión de la vocación del segundo rey de Israel- no se fija en las apariencias,
sino que mira el corazón.
Es una de las primeras perspectivas
desde las cuales hemos de entender el reinado: no como la cumbre, el puesto para el personaje
más importante. Cristo nos muestra que su soberanía es distinta: es la de un
humilde pastor, de un pobre, de un servidor. Y quizá por eso ya desde el
Antiguo Testamento aparecen unidas las figuras del Rey y la del Pastor.
La vida de Cristo muestra que su reinado
no es de este mundo, como insistió muchas veces ante los discípulos y antes las
autoridades romanas y judías; tampoco se conquista con la fuerza o con el poder político
o económico. Esta es la peculiaridad en la que conviene detenerse, para
comprender qué se quiere decir al hablar de Cristo Rey, y cuáles son las
consecuencias de esa denominación.
Llama la atención que el Evangelio de
esta solemnidad no sea el juicio universal, ni las escenas con
aclamaciones populares, después de las grandes predicaciones y milagros, o
a la entrada triunfal en Jerusalén el domingo de ramos, sino que se enfoca en
el aparente fracaso del Calvario, con Jesús colgado del madero, contado entre
los malhechores como un ladrón más, como un delincuente (Lc
23, 35-43):
El
pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas, diciendo: «A
otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el
Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le
ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo». El rey es humillado por las autoridades
de su pueblo y por los soldados opresores.
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Además, ese anuncio es burlesco, parece una provocación del poder romano hacia las autoridades judías -que quizá por eso quisieron retirarlo-. Como sabemos que las palabras que están allí escritas tienen un sentido revelador, entendemos que el Reinado de Cristo se ejerce ¡desde la Cruz!
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Además, ese anuncio es burlesco, parece una provocación del poder romano hacia las autoridades judías -que quizá por eso quisieron retirarlo-. Como sabemos que las palabras que están allí escritas tienen un sentido revelador, entendemos que el Reinado de Cristo se ejerce ¡desde la Cruz!
En el prefacio de la Misa se anuncia
que una de las características del reinado de Cristo es que se trata de un reinado de amor y de vida. El reino es servicio. Jesús, que es el rey, el
maestro, el rabino, lavó los pies sucios de sus discípulos en el cenáculo. El
trono de Cristo es el altar del calvario. ¿Y por qué razón se habla de reinado
de Cristo en esas circunstancias?, ¿qué obras hace desde semejante posición e
invalidez, atado con clavos a un madero, humillado delante de toda la sociedad? –Nos lo responde el diálogo entre los ladrones y Jesús:
Uno
de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo,
le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros,
en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que
hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
El buen ladrón da testimonio público,
manifiesta su fe -y su conversión- en los últimos instantes de su vida. Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino». Con esa sencilla escena, san Lucas, el evangelista de la misericordia, nos enseña el valor
redentor de la muerte de Jesús: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el
paraíso. Jesús reina muriendo en la cruz: allí salva al pecador.
¡Hoy estarás conmigo en el paraíso! Ese es el reinado verdadero: Cristo es el rey del Paraíso. Se trata de triunfar con Él, de dejarlo triunfar en nosotros, de convertir esta tierra en un trasunto del cielo. (La alternativa es la servidumbre del pecado, de la cual nos liberó y por lo cual agradece la oración colecta).
¡Hoy estarás conmigo en el paraíso! Ese es el reinado verdadero: Cristo es el rey del Paraíso. Se trata de triunfar con Él, de dejarlo triunfar en nosotros, de convertir esta tierra en un trasunto del cielo. (La alternativa es la servidumbre del pecado, de la cual nos liberó y por lo cual agradece la oración colecta).
Cristo reina muriendo. Y por eso la
liturgia lo recuerda de modo insistente, desde el comienzo de la celebración.
Si Jesús es el camino, la verdad y la vida, hemos de imitarlo en el sendero de
la abnegación, del servicio, de la entrega completa de la propia vida por los
demás. Tomar sobre nosotros la cruz de cada día: el trabajo, la fraternidad, la
amistad, el cansancio, el don de sí.
Por esa razón la antífona de entrada de
la Misa cita el Apocalipsis (5, 12): Digno
es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la
fuerza y el honor. San Juan presenta la paradoja del triunfo del Cordero a
pesar de su degüello, para remarcar la importancia de su sufrimiento liberador
del pecado.
En la oración de las ofrendas también se
agradece “el sacrificio de la reconciliación de los
hombres”. Que Jesús haya escogido ofrecer su vida en oblación para merecernos
el perdón del Padre. En el prefacio también se alaba a Jesucristo, sacerdote
eterno, que se ofreció a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el
ara de la cruz para consumar el misterio de nuestra redención. Cristo es
sacerdote, altar y víctima.
El efecto redentor de ese sacrificio de
Jesús es resumido en la oración colecta con un verbo: instaurar, que viene a ser como el “programa de gobierno” del Rey
Jesús. El DRAE lo define como
“establecer, fundar, instituir”. Y señala como desusados –quizá más cercanos en
el tiempo a la redacción del prefacio-: “renovar, restablecer, restaurar”.
Sirve escuchar esos sinónimos para valorar la grandeza de la obra que
Jesucristo ejecutó como sacerdote y rey en el altar del calvario. Renovó,
restableció, redimió. Nos hizo hijos del Padre, hermanos suyos para siempre.
Este es el encanto que san Pablo comenta
en su carta a los colosenses (1, 12-20), un pequeño tratado de cristología,
resumiendo la obra del Padre en el Hijo, al que engendró como su Imagen
visible, Primogénito de toda criatura, en el que fueron creadas todas las cosas,
Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia. Y concluye con el aspecto que nos
interesa desde el punto de vista de la fiesta de hoy: reconcilió todas las cosas por él y para él haciendo la paz por la sangre de su cruz.
La paz que Cristo ofrece al mundo viene
de ese sacrificio. Por eso también se dice que su soberanía, además de ser un
reino de verdad y de vida, es de justicia, de amor y de paz. Es el motivo de
que el Salmo elegido para esta solemnidad sea el 122 (121): ¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la
casa del Señor»! Desead la paz a Jerusalén: «Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios». Por mis hermanos y
compañeros, voy a decir: «La paz contigo».
El Señor bendice con su paz. Es el rey
de la paz. Por eso le pedimos en la oración después de las ofrendas “que tu
Hijo conceda a todos los pueblos el don de la paz y la unidad”. Podemos
concluir que la paz entre los hombres es consecuencia de la paz con Dios. Y
fruto de esa paz es la alegría que inunda a quienes se saben siervos de tal
rey. Por esa razón, en el comienzo del prefacio se menciona que el Padre ungió
a Jesucristo “con óleo de alegría”. El mismo óleo con que fue ungido David, con
el que fuimos ungidos nosotros en el bautismo, en la confirmación o en el orden
sacerdotal.
Ese óleo de alegría nos conformó al
sacerdocio de Cristo, nos hizo sacerdotes de nuestra propia existencia,
identificados con su triple misión de sacerdote, profeta y rey. La misión de
los cristianos es ser sembradores de paz y de alegría, contribuir a la difusión
de ese reinado de amor y de paz. ¿Y cómo lo lograremos? -luchando por buscar la
santidad, por estar con Cristo y de ese modo contribuir a su
reinado: “comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos
de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así
podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde
dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la
Redención” (ECP, 183).
Reino de justicia, de amor y de paz,
reino de santidad y de gracia. Orígenes enseña, en la lectura de la Liturgia de
las Horas de este día la importancia de la identificación con Cristo:
“si
queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo continúe el
pecado reinando en nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos las
pasiones de nuestro hombre terrenal y fructifiquemos por el Espíritu; de este
modo Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y
reinará en nosotros él solo con su Cristo”.
Este es el sentido último del reinado de
Cristo: que reine en mí. El atajo para ser buenos siervos de tan gran Rey, para
dejarle reinar en nuestra alma, es acudir a la Virgen, Reina y Madre: "María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de
nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te
pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos
rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, como un río de paz.
Porque Tú eres mar de inagotable misericordia" (Cf. ECP, 187).
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