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Corpus Christi, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Después de la solemnidad de Pentecostés, con la que termina el tiempo de la pascua, la liturgia continúa celebrando los grandes misterios de la fe cristiana, como si quisiera alargar el gozo de la Pascua: por tanto, hemos celebrado la Santísima Trinidad, el sacerdocio sumo y eterno de Jesucristo, y la presencia del Señor, con su cuerpo y con su sangre, con su alma y su divinidad, en las especies sacramentales del pan y del vino (el Corpus Christi). Un día para aumentar nuestra fe en la presencia de Jesús en el sagrario, para hacer muchos actos de amor, de esperanza y de fe.
Nos puede servir, para nuestro diálogo con el Señor, meditar las alabanzas que la liturgia le dispensa, como intentaremos en este rato de oración. Un himno del Breviario ensalza esta conmemoración diciendo: «Se dio a los suyos bajo dos especies, en su carne y su sangre sacratísimas, a fin de alimentar en cuerpo y alma a cuantos hombres en este mundo habitan». Y continúa, glosando sus efectos en el alma del cristiano: «Se dio, naciendo, como compañero; comiendo, se entregó como comida; muriendo, se empeñó como rescate; reinando, como premio se nos brinda». Vamos a meditar en esas distintas facetas de la presencia de Jesús en la Hostia Santa.
Esta solemnidad se remonta al siglo XIII, cuando el papa Urbano IV quiso difundir más la devoción a la Sagrada Eucaristía entre el pueblo cristiano y fomentar la comunión frecuente. Le pidió a santo Tomás de Aquino que compusiera los textos para la celebración y este santo teólogo resumió en unos bellos textos la doctrina católica sobre el Sacramento del altar: «Para que la inmensidad de este amor [de Jesús] se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia».
En esta explicación descubrimos tres momentos: pasado, presente y futuro; manifestaciones temporales que, en la Eucaristía tienen una vivencia diversa. Podemos decir que en este sacramento el tiempo se desdobla: el pasado se hace presente, el presente se hace comunión y al mismo tiempo se lanza a la esperanza futura de la vida eterna. Manifestaciones que también se exponen en la antífona de las vísperas de esta celebración: «¡Oh sagrado banquete (Oh Sacrum convivium) en que Cristo se da como alimento! En él, (1) se renueva la memoria de su pasión, (2) el alma se llena de gracia y (3) se nos da una prenda de la gloria futura».
En primer lugar, se habla de la Eucaristía como «Memorial de la pasión». Podríamos decir que es la dimensión más importante de este sacramento, porque resume el motivo de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo, «que por nosotros los hombres, y para nuestra salvación, bajó del cielo», de acuerdo con el Credo. La Santa Misa es la renovación incruenta del sacrificio de Cristo en el Calvario. Una dimensión que durante muchos años estuvo un poco escondida por darle más importancia a la faceta horizontal, al banquete, al convivio, pero la base de todo aquello está en que la Eucaristía hace presente de nuevo el sacrificio de Jesús.
Como dice el prefacio de la Misa, su misericordia lo llevó al amor extremo: «al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación». Gracias, Señor, por ese sacrificio. Gracias por ese amor tan grande, hasta el extremo. De esa manera se cumplían las antiguas profecías, prefiguraciones de su presencia sacramental desde el Antiguo Testamento.
La liturgia de la fiesta selecciona algunas señales: por ejemplo, en la antífona de entrada se cita el Sal 80,17, que recuerda el prodigio del maná, con el que Dios cuidó de su pueblo en la travesía por el desierto: El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre.
En la primera lectura aparece una figura misteriosa de los comienzos del Antiguo Testamento: el sacerdote Melquisedec, al que se encontró Abrahán después de haber vencido unas batallas. El patriarca le ofreció unos dones, a modo de diezmo, y aquél sacerdote —que también era rey, de Salem, la futura Jerusalén— lo bendijo y le ofreció pan y vino. El autor de la epístola a los hebreos glosa así su papel en la historia de la salvación, relacionando el sacerdocio de Jesucristo con el de Melquisedec: Sin padre, sin madre, sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. En virtud de esta semejanza con el Hijo de Dios, es sacerdote perpetuamente (7,3). Por la misma razón, el salmo responsorial es el 109, que habla del Mesías que no solo será Rey, sino también Sacerdote. Pero no como los levitas de esa época, sino de la manera originaria. Ese es el motivo por el cual la liturgia no duda en aplicar este himno a Jesucristo: El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec». Y se atreve a pedirle al Padre que mire con ojos de bondad nuestra ofrenda eucarística y la acepte, como aceptó «la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec» (Canon romano).
Esas imágenes antiguas quedan desveladas en el Nuevo Testamento, ya desde las primeras manifestaciones públicas de la divinidad de Jesucristo. Por ejemplo, san Lucas (9,10-17) presenta una de las primeras multiplicaciones del pan. Los gestos de Jesucristo son claramente eucarísticos, se pueden poner en paralelo con el relato de la institución de la Eucaristía: tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente.
Son como una anticipación de lo que celebrará unos años más tarde en el cenáculo, y que san Pablo fue el primero en reportar a través de sus cartas (Cf. 1Co 11,23-26): Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Esa entrega habla del sacrificio en el Calvario, del cual la Eucaristía es memorial.
Con esta tradición recibida, Pablo anuncia que el signo anunciado en la multiplicación de los panes se hizo real con la presencia de Jesús en la Eucaristía: Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Está recordando una profecía de Jeremías (31,31), que hablaba de una alianza definitiva, después de todas las alianzas pasajeras del Antiguo Testamento. Una alianza sellada con la sangre del Hijo, no con la de los animales. El pan partido y la sangre derramada anuncian esa dimensión de holocausto que conlleva el sacramento en el que Jesucristo es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima y altar.
San Juan lo aclara más con el sermón del pan de vida, en el que Jesús remata su predicación diciendo (6,53): si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. «Aquí no sólo resulta evidente la referencia a la Eucaristía, sino que además se perfila aquello en que se basa: el sacrificio de Jesús que derrama su sangre por nosotros y, de este modo, sale de sí mismo, por así decirlo, se derrama, se entrega a nosotros» (Benedicto XVI, 2007). Él dice que esa es la clave por la cual muchos teólogos contemporáneos no entienden la Eucaristía, ni el mensaje de Jesucristo, porque no aceptan la expiación, que el Hijo de Dios se haya ofrecido en sacrificio por nuestros pecados. Aprovechemos para darle muchas gracias al Señor, y para unirnos a su sacrificio conscientes de que «todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia» (ECP,96).
La liturgia alaba esa expiación con las palabras del Prefacio: «Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica». Y en el segundo Prefacio para alabar la Eucaristía, la Iglesia recuerda que, «en la última cena con los Apóstoles, se ofreció a ti como cordero sin mancha [otra figura del Antiguo Testamento], para perpetuar su pasión salvadora y tú lo aceptaste como sacrificio de alabanza perfecta». Por esa razón la Eucaristía es el «centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» (ECP,87), «la cumbre y la fuente» de la gracia sacramental (SC,10). Con esta convicción, solicitamos al final de la oración colecta «que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención», memorial de la pasión redentora, culmen de la misericordia divina. Jesucristo mismo es el rostro de la misericordia, como ha recordado el papa Francisco (MV,1).
En segundo lugar, podemos fijarnos en un detalle aparentemente pequeño de la narración del milagro de Jesús en el desierto: Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos. Una de las exégesis de esta conclusión del milagro es que alude a las formas consagradas que se conservaban desde la antigua cristiandad para llevar la comunión a los enfermos, y que son el origen de la actual adoración a Jesús sacramentado, presente en el sagrario.
Así meditamos la segunda dimensión del sacrificio eucarístico, que de hecho le da uno de los principales nombres al sacramento: la comunión que Dios establece con nosotros. Por eso hemos considerado en la predicación de santo Tomás que «el alma se llena de gracia», y que «lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia». Jesús está en el cielo, pero se quedó con nosotros. Podemos pensar qué tanto es la Eucaristía nuestro quitapesares, si nos hace falta rondarlo, pasar un momento junto al sagrario, rezar delante de Él, hacerle compañía, dejarnos acompañar por Él, si nos escapamos con la imaginación al tabernáculo más cercano, si «asaltamos» los sagrarios en nuestros recorridos por la ciudad, visitándolo, o al menos haciendo una comunión espiritual.
La liturgia también alaba este efecto de la presencia del Cuerpo y la Sangre de Cristo en las especies eucarísticas: «Con este sacramento, alimentas y santificas a tus fieles para que, a los hombres que habitan un mismo mundo, una misma fe los ilumine y los una un mismo amor». Ese es un efecto muy importante: el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones (Cf. Rm 5,5). Por eso la Eucaristía también es llamada «sacramento de caridad, vínculo de unidad». Y ese es el motivo por el cual se le pide al Señor en la oración sobre las ofrendas que conceda a su Iglesia «el don de la paz y la unidad, significado en las ofrendas sacramentales que te presentamos».
Esta es una de las maneras como Cristo transforma el mundo: convirtiendo a los fieles en otros Cristos, sembradores de su paz y de su alegría: «nos acercamos a tu mesa para que, penetrados por la gracia de este admirable misterio, nos transformes en imagen de tu Hijo» (Prefacio). Aprovechemos nuestra oración para formular propósitos que nos ayuden a ser almas esencialmente eucarísticas, unidas al sacrificio de Cristo en medio de las ocupaciones de cada día, y conscientes del gran regalo que significa el hecho de tenerlo a pocos pasos, esperándonos en el sagrario: «hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el Sagrario» (ECP,154).
La tercera característica del sacramento de la Eucaristía, además del sacrificio y de la comunión, es su dimensión escatológica: Jesucristo en la comunión es prenda de la gloria futura, de la vida eterna. Como decíamos con el himno, el Señor, «reinando, como premio se nos brinda». El Catecismo enseña que la Eucaristía anticipa la gloria celestial (n.1402), y por eso decimos, inmediatamente después de la consagración, las palabras del Maran atha judío: «ven, Señor Jesús». El rito de la comunión ayuda a meditar en esta realidad, después de rezar el Padrenuestro: «celebramos la Eucaristía “mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo” (cf. Tt 2,13), y le pedimos entrar “en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro”» (CEC,1404).
Garantía de vida futura, y fundamento del optimismo cristiano para nuestra lucha en la tierra: «Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perfectamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único» (ECP,153).

A la Virgen santísima, mujer eucarística, le pedimos que nos ayude a preparar, a celebrar y a continuar nuestra vida de almas de Eucaristía con la vista puesta siempre en esas tres características que hemos considerado (el sacrificio, la comunión y la vida eterna): «¡Oh sagrado banquete en que Cristo se da como alimento! En él, se renueva la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura».

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