El Sábado de Pasión, la víspera del Domingo de Ramos,
el Señor fue a comer a Betania, la pequeña aldea a la que tanto le gustaba ir.
Allí, con la compañía de esos queridísimos amigos que eran Lázaro, María y
Marta, Jesús descansaba y reponía fuerzas (Jn 12,1-11). Ellos
habían invitado al Maestro para celebrar la resurrección del hermano
mayor, pero no había sido fácil concretar el día, debido a la persecución que
habían desencadenado sus enemigos.
Allí le ofrecieron una
cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Detallista como siempre,
María había empleado una buena cantidad de sus ahorros para comprar un perfume
importado del Oriente. En los momentos iniciales, cuando el protocolo sugería
ofrecer al invitado agua para que se limpiara los pies —como sabemos por el
banquete en casa de Simón el fariseo—, María
tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los
pies y se los enjugó con su cabellera.
Este gesto nos habla, además de la natural
manifestación de gratitud por la resurrección de Lázaro, de un amor generoso y
pródigo al Señor, de trato delicado y fino con quien nos ha mostrado su caridad
hasta el extremo. Y nos invita a preguntarnos cómo le demostramos a Jesús que
le queremos, a Él directamente y en sus hermanos más pequeños. Estas dos manifestaciones
pueden ser el tema de nuestra meditación de hoy.
Al comienzo de la Semana Santa, podemos examinar
cuántas veces te hemos agradecido, Señor, durante la cuaresma, por habernos redimido;
qué esfuerzo hemos hecho para tener muestras de delicadeza y afecto contigo.
Por ejemplo, al celebrar o participar en la Misa, cómo cuidamos la preparación
remota y próxima, con cuánto amor vivimos cada parte de la Eucaristía, desde el
primer momento.
Regresemos a la escena: María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió
a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la
fragancia del perfume. Ese aroma nos llega a través del tiempo hasta el hoy
de nuestra oración. Es la esencia del amor, de la generosidad, del cariño por
el Maestro. Ese buen olor, incienso de
Cristo, del que habla san Pablo, nos pregunta por nuestra labor apostólica,
que es el contexto en el que el Apóstol de las gentes menciona esa frase: Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a
la victoria de Cristo y difunde por medio de nosotros en todas partes la
fragancia de su conocimiento (2 Co 2,15).
Pidamos al Señor que, como fruto de
nuestro amor por Él —queremos que sea como el de los hermanos de Betania—,
tengamos ese sano afán de difundir en nuestro ambiente la vida y la doctrina de
Jesús. Que, con nuestras palabras y con nuestras obras, con el esfuerzo por
adquirir las virtudes, seamos de verdad ese buen olor que salva. De esa manera
se cumplirán en nuestra vida las palabras del Apóstol: Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se
salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros,
olor de vida, para vida.
Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de
Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, había una persona para la
cual la fragancia de nardo era olor de
muerte: Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice:
«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos
a los pobres?».
San Juan añade que esa repentina preocupación social
se debía en realidad a la codicia: Esto
lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como
tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. San Juan Pablo II
comenta que, «como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido
miedo de “derrochar”, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente
asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía» (2003b, n.48). En la
misma línea había escrito antes san Josemaría: «Aquella mujer que en casa de
Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos
recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la
majestad y la belleza me parecen poco» (C, n.527).
Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje de
la biografía del beato Manuel González, al dejar reservado por primera vez el
Santísimo Sacramento en un convento: «Después de haber cerrado el Sagrario, ya
lleno con la presencia real del Maestro divino de Nazaret, se despedía el
Fundador de sus hijas, recordando la frase del Beato Ávila, les repetía: “¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo de
buena Madre!”» (Cf. Rodríguez, n.531).
Hoy podemos repetir la oración de san Josemaría al
recordar ese suceso: «“¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien” (…) —¡Señor!: ¡Quién
me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de
muchos cristianos, de muchos!» (Ibidem.). Aprendamos, en estos días de Semana
Santa, del ejemplo de María de Betania y de tantos santos enamorados de
Jesucristo, prisionero de amor en la Eucaristía. Que lo acojamos con el nardo
de nuestras penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño fraterno, del
afán apostólico incesante.
Volviendo a la escena de la unción en Betania, podemos
preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la incómoda situación en que lo puso
el comentario de Judas Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis: «la
valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad
hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos —pobres tendréis siempre con vosotros—,
Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia
la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece
también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de
su persona» (2003b, n. 47).
Jesús dijo: «Déjala; lo
tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis
siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis». Por ese motivo este pasaje
se lee el Lunes santo, como preparación inmediata para la celebración del
triduo pascual. El Señor anuncia veladamente que muy poco tiempo después ya
estará sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que muestran que en Él
se cumple la profecía del Siervo de Isaías, que se lee como primera lectura de
la Misa durante las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): No gritará, no clamará, no voceará por las
calles. Yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me
golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante
ultrajes y salivazos.
Jesucristo ofreció su vida generosamente por nosotros,
asumió la Voluntad del Padre de entregarse a la muerte por nuestra salvación.
Debemos pensar, como el Apóstol san Pablo, que también debemos manifestar
nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por nuestros hermanos, que nos
permita decir, como el Apóstol: Ahora me
alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta
a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia.
La mejor manera de tomar la Cruz de Cristo, camino del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, ser sus
cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a descubrir su rostro en esos hermanos que salen
a nuestro encuentro desde sus «periferias existenciales», como dice el papa
Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las necesidades de afecto, de
comprensión, de compañía. Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería: «¿Se tiene la experiencia de que formamos
parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere
donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y
se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se
compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado
delante de su propia puerta cerrada?» (Mensaje para la Cuaresma, 2015).
Al comienzo de una Semana Santa, el beato Álvaro del
Portillo animaba a poner la lucha interior de esos días precisamente en la
fraternidad: «Exigíos en este campo, hijas e hijos míos, atribuyendo mucha
importancia a las pequeñas mortificaciones que hacen más alegre y amable el
camino de los demás, viendo siempre en ellos a Cristo, sin olvidar que “una
sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia” (F,
n.149). De este modo, vuestros pequeños sacrificios subirán al Cielo in
odorem suavitatis, como el incienso que se
quema en honor del Señor» (2014, pp.
120-121).
Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres de los
que María de Betania es ejemplar, pensamos también en la Madre de Jesús, que al
mismo tiempo es nuestra Madre. A Ella, que «se entregó completamente al Señor y
estuvo siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que interceda por
nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se
unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda» (Echevarría 2004,
in loco).
Comentarios
Publicar un comentario