La liturgia
contempla dos veces en el año el misterio de la transfiguración de Cristo: el
segundo domingo de Cuaresma y el 6 de agosto, cuarenta días antes de la
Exaltación de la Cruz. En ambos casos, la Iglesia nos muestra esta escena como
anticipo de la resurrección gloriosa, que será fruto del sacrificio en el
Calvario. Así como el bautismo fue el umbral para el inicio de la vida pública
de Jesucristo, la transfiguración es como una obertura para la recta final de su
vida en la tierra (cf. CEC 556).
Jesús
tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar (Lc 9,28-36). El Señor
asciende al Tabor, un cerro de 588 metros de altura, pero que se ve más grande
en medio del desierto galileo. Lo acompañan los mismos tres discípulos que más
tarde lo verán padecer en la oración del huerto de Getsemaní. «De nuevo nos encontramos
—como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con
el monte como lugar de máxima cercanía de Dios» (Benedicto XVI, 2007b, p.361).
¡Cuántas veces aparece en la Escritura el monte como terreno de oración! Es una
figura que implica ascenso, sacrificio, separación del mundo, búsqueda exigente
—ascética— de la unión con el Señor.
Podemos imaginarnos la intensidad de la plegaria
que hacía Jesucristo por lo que viene a continuación: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban
de resplandor. Este es el punto central del evento, sobre todo si consideramos
que se inscribe en
la cuaresma, tiempo litúrgico que debe estar marcado por
la oración, el ayuno y la misericordia: «La transfiguración es un acontecimiento
de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre:
la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su
ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Íbidem).
La transfiguración es un acontecimiento de oración. Jesús
manifiesta su divinidad y nos enseña que la vida cristiana debe estar marcada
por esa búsqueda del rostro del Señor que menciona el Salmo 26: Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu
rostro. La liturgia nos invita a considerar esta escena para recordarnos la
importancia de ser almas de oración, personas que luchan por crecer en el trato
con el Señor hasta llegar a ser contemplativos en medio del mundo: «Primero una
jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor,
porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en
un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como
prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras
equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro
oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la
fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto»
(AD, n.296).
Además de enseñarnos a orar, otro objetivo
de este pasaje es anticipar cómo sería la figura del Señor tras la
resurrección. San León Magno explica que «en aquella transfiguración (…) se estaba
fundamentando la esperanza de la Iglesia santa, ya que el cuerpo de Cristo, en su
totalidad, podría comprender cuál habría de ser su transformación, y sus miembros
podrían contar con la promesa de su participación en aquel honor que brillaba de
antemano en la cabeza». Santo
Tomás explica que, así como el bautismo fue nuestra primera regeneración, la transfiguración
«es el sacramento de la segunda regeneración: nuestra propia resurrección» (Cf.
CEC, n.556).
De
repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías. La ley y los profetas. El Antiguo testamento manifiesta que en Jesús
se cumplen sus expectativas. En un acontecimiento de oración, también podemos
tomar esta alusión a la importancia de orar con la Sagrada Escritura, que ayuda
a encontrar la Voluntad de Dios para nosotros. Por ese camino descubriremos la
verdad del adagio latino: “el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, y el
Antiguo Testamento se manifiesta en el Nuevo”.
Pero ¿de qué hablaban Jesús, Moisés y
Elías? —hablaban de su éxodo, que él iba
a consumar en Jerusalén. Es muy significativo que Moisés, líder del éxodo del
pueblo hebreo, del paso de la esclavitud de Egipto a la libertad de la tierra
prometida, hable con Jesús sobre el nuevo éxodo que nos libraría del pecado
para llevarnos a la nueva condición de hijos de Dios redimidos. Un nuevo éxodo
que supondría el paso por el Mar rojo de la crucifixión, en la que se cumplían
todas las esperanzas de la ley y los profetas: «La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta
vida, un atravesar el “mar Rojo” de la pasión y un llegar a su gloria»
(Benedicto XVI).
Seguimos
descubriendo nuevas facetas de la oración, a la luz de la transfiguración del
Señor. Y esta última no es la menos importante. Jesús nos muestra que tomar la
Cruz de cada día y seguirle es otra manera de orar, es la oración del cuerpo.
Es como el resello de la veracidad de las palabras que le dirigimos cuando
hablamos con Él. Es la idea central del prefacio de la Misa cuaresmal: «Cristo,
Señor nuestro, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el
monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley
y los Profetas, que la pasión es el camino de la resurrección». La devoción a
la cruz es otro fruto de la verdadera oración, tanto que se puede llegar a
decir que los cristianos, en su esfuerzo por ser santos, «no van al Tabor: van
al Calvario» (Instrucción, 9-1-1935, n.283. Cit. por Rodríguez, CEHC, n.699).
Así
concluye su sermón el papa san León Magno: “que nadie se avergüence de la cruz
de Cristo, gracias a la cual el mundo ha sido redimido. Que nadie tema sufrir
por la justicia, ni desconfíe del cumplimiento de las promesas, porque por el
trabajo se va al descanso, y por la muerte se pasa a la vida; pues el Señor
echó sobre sí toda la debilidad de nuestra condición, y, si nos mantenemos en
su amor, venceremos lo que él venció y recibiremos lo que prometió”.
De esta
manera llegamos a la teofanía final de la escena: llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se
llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: «Este es
mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». El Padre eterno
reafirma el consejo que había dado en el bautismo. Esta es la frase clave, en la que se detiene la
liturgia —tanto así que es el versículo elegido como antífona del Evangelio—: «Este es mi Hijo, el Elegido,
escuchadlo».
Escuchar a
Dios. Muchas veces pensamos que conversamos, pero en realidad solo afirmamos
nuestras propias convicciones. O discutimos, pero no dialogamos. La verdadera
oración expone a Dios las necesidades, los temores, las ilusiones… pero sobre
todo escucha. La cuaresma nos refuerza la primacía de la oración, y la colecta
de la Misa ofrece unas características de lo que se puede considerar una buena
plegaria: «Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el
predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; así con mirada limpia, contemplaremos
gozosos la gloria de tu rostro». Nuestra plegaria debe ser confiada, atenta,
hambrienta (descubre
que el verdadero
alimento para el espíritu es la palabra de Dios), limpia (pendiente de la voluntad divina, no de nuestras bajas
inclinaciones).
«Con mirada
limpia», hemos pedido. Es como un prerrequisito para la contemplación del
rostro glorioso de Jesús. Por eso aparece esta escena al comienzo de la
cuaresma, para hacernos conscientes de la necesidad de una transformación
profunda, de una verdadera conversión, que es obra del Señor. Como dice san
Pablo: los transformará según el modelo
de su cuerpo glorioso (Flp 3,17-4,1).
También nosotros hemos de transformarnos, ya
aquí en la tierra,
si seguimos el camino que lleva a la contemplación: «no
podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del tiempo
litúrgico. Este momento es único; es una ayuda divina que hay que acoger. Jesús
pasa a nuestro lado y espera de nosotros —hoy, ahora— una gran mudanza (…). La llamada
del buen Pastor llega hasta nosotros: ego
vocavi te nomine tuo, te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar —amor
con amor se paga— diciendo: ecce ego quia
vocasti me, me has llamado y aquí estoy. Estoy decidido a que no pase este tiempo
de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar,
transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como El desea
ser querido» (ECP, n.59).
Pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y
Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su Hijo, para que nuestra
existencia sea transformada por la luz de su presencia. Madre nuestra: ayúdanos a ser almas de fe y de oración, a
cambiar nuestra vida, a transfigurar nuestra mirada por la contemplación de tu
Hijo. Por este camino, perderemos el miedo a la cruz y seremos conscientes de
que es la única vía hacia la resurrección. «Así con mirada limpia,
contemplaremos gozosos la gloria de su rostro».
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