Todos
tenemos, y en nuestra época parece que se notara más, la tentación de la
grandilocuencia, de la ostentación, de llevarnos los méritos al sembrar árboles
ya crecidos, que otros han cultivado. No es así el talante de Jesús: él se
presenta, en cambio, como el sembrador abnegado, laborioso, sacrificado y
humilde.
En
el capítulo 4 de san Marcos, relata pequeñas parábolas de corte agropecuario: El reino de Dios se parece a un hombre que
echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la
semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. El reino de Dios es
como un grano que crece por sí mismo, tiene su dinámica interna, la fuerza de
una carga genética que garantiza su evolución. Necesita los cuidados del
sembrador, pero este hombre no puede adjudicarse como suyos los éxitos de la
cosecha. ¡Hay tantos factores que no dependen de él!: el clima, la maduración
de la siembra, la ausencia de plagas o depredadores…
Podemos
ver en estas palabras de Jesús una advertencia para que, al menos, no
estorbemos la acción de la gracia en nuestras almas y en las personas que tenemos
a nuestro lado: «porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien
nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la
imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos
cada día más a Dios Padre» (ECP, n.135).
La tierra va produciendo fruto
sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. La tierra produce fruto. Recordemos que el mismo
Jesús secará más tarde una higuera porque solo daba hojas, porque no originaba
ningún grano. Por esa razón, en esta parábola, que en apariencia resalta solo
la pasividad del desarrollo, se termina haciendo alusión al juicio: Cuando el grano está a punto, se mete la
hoz, porque ha llegado la siega. En nuestra siembra de la buena semilla que
es la Palabra de Dios, no podemos asignarnos méritos que no nos corresponden;
pero al mismo tiempo debemos ser conscientes de la necesidad de hacer rendir el
talento recibido, con la mayor productividad posible en obras buenas de
santidad y apostolado.
Benedicto
XVI concluye que «esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la
redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino;
el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción
creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace
pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él
realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor
asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo
lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta
convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones
difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: "Actúa como si
todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios"» (Ángelus, 17-VI-2012).
Dijo también: «¿Con qué podemos
comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al
sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada
crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que
los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
Es
famosa esta comparación, que nos habla de la humildad de los comienzos que es
característica de las obras divinas. El reino de Dios no aparece de modo
estentóreo, con grandes fuegos de artificio, de los cuales solo queda el
recuerdo de una imagen pasajera y de un palo quemado. Como en la encarnación,
sigue las dinámicas de la vida cotidiana, cumple los ciclos ordinarios, crece
poco a poco, exige cuidados permanentes, con perseverancia de amor durante el
invierno y el verano, de día y de noche: «No se menciona la
proveniencia de María. A ella se le envía el ángel Gabriel, mandado por Dios.
Entra en su casa de Nazaret, una ciudad desconocida para las Sagradas
Escrituras; en una casa que seguramente hemos de imaginar muy humilde y muy
sencilla. El contraste entre los dos escenarios no podría ser más grande: por
un lado, el sacerdote —el templo—, la liturgia; por otro, una joven mujer
desconocida, una aldea olvidada, una casa particular anónima. El signo de la
Nueva Alianza es la humildad, lo escondido: el signo del grano de mostaza. El
Hijo de Dios viene en la humildad. Ambas cosas van juntas: la profunda
continuidad del obrar de Dios en la historia y la novedad del grano de mostaza
oculto» (Benedicto XVI, 2012, p.28).
Por
esa razón, Jesús mismo se puso como ejemplo de humildad: aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón. Meditemos con
más frecuencia en ese carácter humilde que marca la vida de Jesús, María y
José, y procuremos vivirlo en nuestras actividades diarias: en primer lugar,
hemos de vivir esta virtud con los que tenemos más cerca, que son los que seguramente
con más frecuencia padecen nuestros accesos de soberbia. La humidad nos llevará
a servir, a compartir nuestras pertenencias, a ofrecernos para encargos más
pesados o también a estar disponibles para hacer trabajos humildes, pequeños.
Sobre todo, nos facilitará «hacer familia», sonreír, hacer grata la vida a
quienes conviven con nosotros, quererlos como esperan ser amados.
Otra
palestra para ejercitar la humildad, el crecimiento del grano de mostaza, es el
trabajo habitual. El esfuerzo por cuidar las cosas pequeñas, por acabar los
últimos detalles, por trabajar con constancia y abnegación, luchando contra las
distracciones, es una escuela magnífica para crecer en virtudes, y para
descubrir que el crecimiento del reino en la sociedad y en cada alma es
paulatino, exige constancia, perseverancia, como dice el refrán popular: «no se
tomó Zamora en una hora».
Como
fruto del esfuerzo por imitar la humildad de Jesús en la familia y en el
trabajo, con la lucha diaria por cumplir nuestros deberes y ejercer nuestros
derechos, las virtudes que vayamos adquiriendo tendrán un influjo positivo en
la sociedad. Como María, visitaremos a los más necesitados y enfermos, les
prestaremos nuestros servicios con toda generosidad. La virtud de la humildad
también nos llevará a olvidarnos de nosotros mismos, como hizo la Virgen en las
bodas de Caná, donde fue la primera en darse cuenta de que el vino escaseaba.
Con muchas parábolas parecidas les
exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con
parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Llama
la atención que la clave de interpretación de la parábola sea para el entorno
íntimo de los apóstoles. Quiere decir que, si bien se puede aplicar a cualquier
persona, como hemos hecho hasta ahora en nuestra oración, un campo específico
de interpretación de estas enseñanzas es la labor de apostolado, como enseña el
papa Francisco: «La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos
predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí
sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe
aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de
formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros
esquemas» (EG, n.22).
Como
vemos en la profecía de Ezequiel (17, 22-24), Dios mismo enseña que Él derriba
el árbol grandioso, humilla al árbol elevado, y en cambio fortalece al más
sencillo: También yo había escogido una
rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes
ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la
plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto. Se hará un
cedro magnífico. Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus
ramas. Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que
humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y
florecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.
Dios
quiere contar con nosotros, con nuestra lucha cotidiana para identificarnos con
Jesucristo. De esa manera influiremos positivamente, sembraremos la semilla del
reino que, como el grano de mostaza, crecerá y dará fruto, y vendrán a
guardarse en su sombra las aves del cielo.
«La
imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien
el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio
representa un "crecimiento" y un "contraste": el
crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y
el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que
produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra
colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus
obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del
mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor
es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las
semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de
amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y
el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer
el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como "tierra buena"
la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta
esperanza» (Benedicto XVI, Ángelus,
17-VI-2012).
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