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Guerra y paz. No he venido a traer la paz sino la espada.

El Evangelio de Mateo se estructura en torno a cinco grandes discursos (como si fuera un nuevo Pentateuco): el del monte, el misionero, el de las parábolas, el eclesiástico, el escatológico. El segundo, el discurso misionero, va de los capítulos 8 al 12. En la primera parte, el Señor plantea sus exigencias a los discípulos. Más adelante expone los principios de la misión y, por último, muestra la acogida de ese mensaje. Contemplemos ahora, en la segunda sección, la explicación que hace el Señor sobre cómo será la vida apostólica de sus seguidores.

Jesús comienza planteando una exigencia conflictiva: No he venido a traer la paz sino la espada. Guerra y paz. Parece difícil de entender, en un primer momento, que estas palabras vengan del Señor. Pero en realidad son una llamada a dar la cara, a vivir la fe con naturalidad en medio de un mundo hostil, como el que encontraban los primeros lectores de este Evangelio, poco diverso del que enfrentamos los cristianos de hoy. La idea clave es que no se trata tanto de una «guerra santa» contra los enemigos de la Iglesia, sino más bien de una lucha constante contra nuestra propia tibieza, contra el pesimismo, como enseña el papa Francisco en su exhortación sobre el apostolado en el siglo XXI: «un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio» (EG 172).

Seremos sembradores de paz y de alegría en la medida en que seamos conscientes de que esta siembra pacífica exige guerra, un conflicto que consiste en luchar contra nuestras miserias y pecados. La predicación de Cristo no es ingenua o «buenista», como dicen algunos para criticar a los cristianos. Él exige que nos compliquemos la vida y nosotros no podemos orillar las palabras de Jesús: «Sin espíritu belicoso ni agresivo, in hoc pulcherrimo caritatis bello (en esta hermosísima guerra de amor), con una comprensión que acoge a todos y colabora con todos los hombres de buena voluntad ―también, sin transigir con los errores que profesan, con los que no conocen o no aman a Jesucristo―, no olvidéis que el Señor dijo: no penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada (Mt 10,34). Es muy fácil prestar atención sólo a la mansedumbre de Jesús y orillar ―porque estorban a la comodidad y al conformismo― sus palabras, divinas también, con las que nos aguijonea para que nos compliquemos la vida» (San Josemaría Escrivá, Carta 9-I-1959, n.24, citado por BL). Pidamos al Señor en nuestra oración la gracia de luchar más contra nuestra comodidad y nuestro conformismo, y concretemos propósitos de guerra interior para complicarnos la vida comprometiéndonos de nuevo con Él.

En este sentido se entienden las palabras de Benedicto XVI, cuando enseñaba que la paz es fruto maduro de la gracia, de la transformación que obra en cada uno: «“Gracia” es la fuerza que transforma al hombre y al mundo; “paz” es el fruto maduro de esa transformación» (Homilía en Éfeso, 29-XI-06). Y comenta Mons. Echevarría que, sin embargo, «se requiere la colaboración libre de la persona en el proyecto divino de salvación. Y como en el corazón reside en última instancia la causa de los conflictos, de ahí se deriva la necesidad de que cada uno pelee decididamente dentro de sí, para afirmar el reinado de Dios en la propia alma. Es una verdad antigua como el Evangelio, aunque desgraciadamente muchos no la conocen o no la ponen en práctica. Dijo el Señor: no penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada (Mt 10,34). Hablaba de la pelea contra el pecado, presupuesto indispensable de la paz verdadera. Cuando hay verdadero empeño por erradicar la mala hierba del pecado y por identificarse con Cristo, la existencia del cristiano se convierte en la buena tierra, donde pueden germinar las virtudes que hacen posible la convivencia, llena de caridad y de paz, entre personas de los ambientes más diversos» (Carta pastoral, 1-I-2007).

Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Una vez más, no deben entenderse estas palabras en la simple literalidad, sino que son una referencia ulterior a la necesidad de la lucha contra los propios defectos, contra nuestros apegamientos. Nos pueden servir unas palabras de san Josemaría para concretar puntos de lucha, en los cuales hay que empuñar la espada diariamente. Decía que la labor cristiana «se hace a fuerza de amor y de sacrificio, con oración, con mortificación, con trabajo y con celo apostólico. Hemos de sentir deseos de que el Amor sea amado, y hemos de agradecerle que se nos haya dado, porque por ahí no se lo agradecen, y nosotros —tú y yo — no se lo agradeceremos bastante. Recoged las rosas del camino —esas rosas que también tienen espinas —, y llevádselas al Señor: ¡Fuera la sensualidad —que recorta las alas del amor—, fuera el egoísmo, fuera la comodidad...! El que no vive la alegría (…), que se examine, porque cuando falta esta virtud es señal evidente de que el alma está distraída en algo que no es de Dios» (Palabras del 30-V-1974, Citadas en Echevarría J, Memoria del Beato Josemaría Escrivá. p. 55). Señor: ayúdanos a enfrentarnos contra esas distracciones, para que te amemos más que a todos los afectos terrenales pues, de esa manera, amaremos más y mejor. A Ti en primer lugar y, contigo, a todas las criaturas.

Después de esa exigencia radical, sobre la necesidad de la lucha interior, Jesús concluye el discurso, sobre cómo debe ser el corazón del apóstol: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Nuestro corazón debe estar en Dios y en lo que Él quiere. Incluso el cuarto mandamiento, que es el «dulcísimo precepto del Decálogo», ha de estar sometido a la Voluntad divina. No puede ser que un padre o una madre impidan la entrega a la llamada de Dios. O que un cristiano esconda esa vocación de apóstol universal porque tiene que enterrar a su padre.

Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Tomar la cruz. Lo enseña muy bien san Pablo de la Cruz: «Sed constantes en la práctica de todas las virtudes, principalmente en la imitación del dulce Jesús paciente, porque ésta es la cumbre del puro amor. Obrad de manera que todos vean que lleváis, no sólo en lo interior sino también en lo exterior; la imagen de Cristo crucificado, modelo de toda dulzura y mansedumbre. Porque el que internamente está unido al Hijo de Dios vivo exhibe también externamente la imagen del mismo, mediante la práctica continua de una virtud heroica, principalmente de una paciencia llena de fortaleza, que nunca se queja ni en oculto ni en público. Escondeos, pues, en Jesús crucificado, sin desear otra cosa sino que todos se conviertan a su voluntad en todo» (LH, 19-X).

Tomar la Cruz, cada día. Negarse a sí  mismo. Al orgullo, al querer dirigirnos por nuestra propia cuenta, a la sensualidad ―ya lo hemos dicho antes―, que con frecuencia clama por sus fueros perdidos. Negarse a la comodidad, a la riqueza, al triunfalismo. A querer vencer, nosotros mismos, por nuestra cuenta, con nuestras fuerzas. Humillarnos como Cristo y acoger en nuestra vida su Santa Cruz: en el trabajo constante, abundante, ordenado; en la lucha por cumplir con abnegación el horario exigente, en la aceptación gustosa de las pequeñas contradicciones que trae la vida corriente: una humillación, una burla, un retraso, una pérdida, un golpe inesperado, etc.

Pero tomar la Cruz es también tomar la iniciativa, buscarla. Plantearse en la oración una lista de pequeñas mortificaciones. Quizás algunas que nos ayuden a cumplir nuestros deberes: puntualidad a lo largo del día ―al levantarnos, para llegar a tiempo a las reuniones previstas, para terminar previendo la demora entre una actividad y otra, para acostarnos y descansar lo suficiente―, detalles de servicio en la vida en familia ―escoger lo menos grato al comer, al sentarnos, al ver la televisión, etc., evitar temas que puedan fastidiar a alguno, pensar asuntos gratos y apostólicos para las reuniones familiares, ofrecerse para acompañar al que llega tarde o al que tiene que hacer una gestión personal como la de ir al médico, etc.―.

Otra manera de tomar la Cruz es previendo maneras de vivir la templanza en el uso de los medios materiales: ya hemos mencionado usar lo menos cómodo, pero también hemos de tenerla en cuenta al utilizar los medios electrónicos, que son tan serviciales pero que quizás también nos hagan perder el tiempo u ofrecernos tentaciones: vivir la prudencia al navegar, hacerlo solo para lo que sea necesario, no por matar el tiempo, ser austeros en los gastos por ese medio, en las aplicaciones que se descargan, limitar el uso de los juegos a lo previsto en el horario que habremos planeado en la oración y quizás en la dirección espiritual, etc.

Pero no se trata de hacer un prontuario para tomar la Cruz. Se trata de imitar a Jesucristo, que no tenía donde reclinar la cabeza. En pocas palabras, de perder la vida. Así concluye el pasaje que estamos contemplando: Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. De esa manera seremos otro Cristo y lo llevaremos por los caminos de la tierra. Como Jesús mismo, que partió de allí para enseñar y predicar (11,1).

Terminemos acudiendo a la Santísima Virgen, Reina de la paz, que acompañó a su Hijo, perdiendo su vida por Él todos los días de su existencia, hasta coronar su entrega en la Cruz. A Ella le pedimos que nos grabe en nuestros corazones esa verdad que hemos meditado hoy: que, aunque parezca contradictorio, para ayudar a la paz del mundo, hace falta una intensa guerra interior, contra las propias miserias: «Estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. ―Después... “pax Christi in regno Christi” ―la paz de Cristo en el reino de Cristo» (Camino, n.301). 

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