El Evangelio de Mateo estructura
la enseñanza de Jesús en torno a cinco grandes discursos, en los que algunos
han visto una alusión a los cinco primeros libros del Antiguo Testamento (el
Pentateuco o Torá). El primero de estos discursos es el llamado “sermón del
monte”; los otros son: el misionero, el de las parábolas, el eclesiástico y el
escatológico.
Al comienzo del año meditamos en
la Misa dominical el Discurso de la montaña. Iniciamos la andadura con las
Bienaventuranzas y la invitación a ser sal de la tierra y luz del mundo. Hoy
continuamos con el papel que cumple Jesús con respecto a la Ley (5,17-37): No penséis que he venido a abolir la Ley o
los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os
digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más
pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla.
Una de las características del
primer Evangelio es presentar a Jesús como el Mesías prometido (y después
rechazado por su pueblo). Tanto que algunos autores le llaman “el Evangelio del
cumplimiento”. En este pasaje vemos a Jesús llevando a la plenitud las
enseñanzas del Antiguo Testamento: Así,
el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y
enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los
Cielos. Por el contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande en el
Reino de los Cielos.
Esta era una de las expectativas
con respecto al Mesías esperado: debería revelar plenamente el auténtico
sentido de la Ley. Y es lo que Jesús hace. No solamente refrenda esas
enseñanzas, sino que se pone a la altura del Legislador divino: Habéis oído que se dijo (…) Pero yo os digo.
No es un rabino más, un simple comentador. En palabras del teólogo judío
Neusner, «ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá».
Jesucristo es, como le gusta considerar a Benedicto XVI, «el nuevo Moisés». Por
eso concluye el exordio de la escena con esta exigencia para sus discípulos: si vuestra justicia no es mayor que la de
los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Sin embargo, no se trata de la
simple imposición de una nueva autoridad. Es verdad que el Evangelio dice que
la gente se «asustaba» ante tal pretensión de igualarse con Dios, pero ―como
dice, con hermosa intuición, el papa alemán―, «la novedad de Jesús consiste,
esencialmente, en el hecho que él mismo “llena” los mandamientos con el amor de
Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él». Si bien el decálogo
es en sí mismo una manifestación de caridad divina, Jesús los repleta de su
amor al mostrarnos con su ejemplo que se pueden vivir. Es más, que son la clave
para una existencia feliz. Es lo que vemos en los tres temas que pone a nuestra
consideración la liturgia del sexto domingo ordinario: la fraternidad, la pureza,
y la veracidad.
Habéis
oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio.
Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de
juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le
maldiga será reo del fuego del infierno. Desde tiempos de Caín, la soberbia humana ha llevado
al extremo de resolver las diferencias eliminando al hermano. Es un pecado
gravísimo, que el quinto mandamiento prohibía para garantizar la vida en
sociedad. Pero Jesús hace ver que no podemos limitar nuestro comportamiento
moral a no caer en extremos. No es presentable hablar bien de sí mismo porque
«yo no mato a nadie».
Jesús enseña que también se acaba
la fraternidad con los odios, con el resentimiento, o si nos resistimos a
perdonar. Por eso nos enseñó en el Padrenuestro a condicionar el perdón divino
de nuestras culpas a la manera como nosotros perdonamos a los que nos ofenden: Por lo tanto, si al llevar tu ofrenda al
altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda
delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve
después para presentar tu ofrenda. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu
adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue
al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no
saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda.
Hay que ir más allá, seguir las
enseñanzas de Jesús hasta el extremo. No podemos olvidar que, en la última
cena, después de abajarse a lavar los pies de sus discípulos ―incluido Judas, el
traidor ― nos dio un mandamiento nuevo: que
os améis los unos a los otros como Yo os he amado. Recordemos las
enseñanzas de san Juan, el discípulo amado: Si
no amas a tu hermano a quien ves, ¿cómo amarás a Dios, a quien no ves?
Ese amor al prójimo comienza por
los más cercanos, en primer lugar por la propia familia. Por eso Jesús continúa
aclarando la doctrina sobre la santa pureza y el amor matrimonial: Habéis oído que se dijo: No cometerás
adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha
cometido adulterio en su corazón. Jesucristo, que había prometido a los
limpios de corazón que verían a Dios, refrenda ahora la importancia de esta virtud.
Y anima a luchar para tener lejanas las ocasiones de pecado, para no ponerse en
tentación: Si tu ojo derecho te
escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus
miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano
derecha te escandaliza, córtala y arrójala lejos de ti; porque más te vale que
se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo acabe en el infierno.
Por esa razón el Venerable Álvaro
del Portillo nos invita a que «tengamos el orgullo santo de la práctica de la
virtud de la pureza, cada uno dentro de su estado, porque así adquiere su
verdadera dimensión la capacidad de amor que el Señor ha puesto en cada uno.
Pensadlo bien, también a la hora de la tentación: una vida limpia, casta,
animada por la caridad, orienta a Dios —a la plenitud del Amor y de la
Felicidad— toda la persona humana, incluida su corporeidad». (Carta pastoral,
1-VII-1988, cit. en “Como sal y como luz”, n.358).
Se
dijo también: Cualquiera que repudie a su mujer, que le dé el libelo de
repudio. Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer –excepto en el caso
de fornicación– la expone a cometer adulterio, y el que se casa con la
repudiada comete adulterio. El
Señor corrige la legislación que había ido desdibujando el designio originario
sobre la indisolubilidad del matrimonio, que también ahora es atacada, en la
teoría y en la práctica, desde diversos escenarios. Recordemos lo que enseña el
Catecismo (n. 2382): «El Señor Jesús insiste en la intención original del
Creador que quería un matrimonio indisoluble, y abroga la tolerancia que se
había introducido en la ley antigua. Entre bautizados, “el matrimonio rato y
consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa
fuera de la muerte” (CIC, can 1141)».
Por último, el Señor explica la
importancia de la veracidad. También
habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en vano, sino que cumplirás
los juramentos que le hayas hecho al Señor. Pero yo os digo: no juréis de
ningún modo; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra,
porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del Gran
Rey. Tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro ni un
solo cabello. Que vuestro modo de hablar sea: «Sí, sí»; «no, no». Lo que exceda
de esto, viene del Maligno. El Catecismo (n.2153) explica que «Jesús enseña
que todo juramento implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y
de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios
al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o
menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones».
Fraternidad, santa pureza, sinceridad.
Tres ámbitos en los cuales Jesucristo quiso llevar a la compleción las
indicaciones del Antiguo Testamento. Procuremos formular algún propósito
concreto que nos ayude a encontrar más fácilmente el amor de Dios como la fuente
del amor humano y de la amistad entre los hermanos. Que aterricemos a nuestra
vida diaria una enseñanza específica del Evangelio que hemos considerado: que
la plenitud del amor es la santidad.
Podemos concluir con una
enseñanza del papa Benedicto: «quizás no es casualidad que la primera gran
predicación de Jesús se llame “Sermón de la montaña”. Moisés subió al monte
Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el
Hijo de Dios que descendió del cielo para llevarnos al cielo, a la altura de
Dios, por el camino del amor (…). Una sola criatura ha llegado ya a la cima de
la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue
perfecta: por esto la invocamos como Espejo
de la justicia. Encomendémonos a ella, para que guíe también nuestros pasos
en la fidelidad a la Ley de Cristo».
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