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La resurrección de Lázaro


Llegamos al quinto domingo de Cuaresma, tiempo en el que la liturgia de la Palabra nos ha ayudado a acompañar a Jesús en su camino hasta la muerte en la Cruz. En el Evangelio de hoy, Juan narra un milagro que determina la condena a muerte de Jesús. Ya ha llegado su hora. Y precisamente es un signo de corte mayor: la resurrección de un muerto. De esta manera, como dice Perkins, Jesús da la vida y recibe la muerte.
La escena se desarrolla en un pequeño poblado que está a tres kilómetros de Jerusalén, llamado Betania. Es conocido porque allí se quedaba Jesús en casa de unos amigos muy especiales: los hermanos Lázaro, María y Marta. San Juan dice que “los amaba”. A pesar de esa relación tan especial, el Señor esperó dos días antes de ir a visitarlos, aunque sabía que Lázaro estaba muy enfermo. Como siempre, Jesús actuó con pleno conocimiento de lo que hacía: “Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios”.
Desde el comienzo vemos que la narración tiene un objetivo claro: que nos demos cuenta de que Dios obra con otra lógica, que quizá nosotros a veces –o casi nunca- entendemos. Si nos ponemos en el lugar de los hermanos de Betania, quisiéramos que obrara según nuestros deseos, esperamos que venga pronto en nuestro auxilio, que si ha curado a desconocidos trate con especial delicadeza a los amigos queridos… pero Jesús tarda dos días. Y otro tanto pasa con los discípulos: “Luego, después de esto, les dijo a sus discípulos: —Vamos otra vez a Judea. Le dijeron los discípulos: —Rabbí, hace poco te buscaban los judíos para lapidarte, y ¿vas a volver allí?” Hasta entonces, el Señor huía de Jerusalén, “porque no había llegado su hora”. En cambio en este momento, se determina a subir a la ciudad santa. Por eso la reacción de los apóstoles, que empiezan a darse cuenta de la “imprudencia” del Maestro. Son conscientes también de que su propia vida puede estar en peligro. Una vez más, Jesús actúa distinto a nuestro modo de ver el mundo. Es misterioso, humanamente incomprensible a veces.
En esta tesitura, el Maestro anuncia lo que se dispone a hacer: “—Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero vayamos adonde está él”. En este versículo se anuncia el milagro y también el objetivo de toda la narración: el Señor quiere que tengamos fe. Que creamos en Él. Que nos abandonemos a su lógica, seguros de que Él hace las cosas mucho mejor de lo que nosotros pensamos. Y que si confiamos en Él tendremos la vida eterna.
Al llegar Jesús, encontró que ya llevaba sepultado cuatro días. Llegó demasiado tarde. El evangelista carga las tintas en el tiempo que ha pasado: muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para consolarlas por lo de su hermano. Las encontró en el tiempo del luto, no llegó a tiempo para despedirse del amigo ni para acompañar la soledad de las hermanas como nuevo hermano mayor. Así lo vemos con nuestros ojos, por eso es bonito leer el diálogo con Marta: “Le dijo Marta a Jesús: —Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá. —Tu hermano resucitará –le dijo Jesús. Marta le respondió: —Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día”. Hasta el momento, la conversación se mueve en el ámbito religioso judío que ambos compartían. Llama la atención que, a pesar del cariñoso reproche de Marta, la principal actitud suya es de confianza en la oración de Jesús: sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá. El Padre puede darle lo que pida, hasta la resurrección de su hermano.
En este momento, aparece la frase central de la escena, el resumen de toda nuestra meditación: “—Yo soy la Resurrección y la Vida –le dijo Jesús–; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. Resurrección, Vida. Jesús se revela, muestra su faceta más íntima –su naturaleza divina-, pero exige a cambio fe: “¿Crees esto?” Señor: ¿qué hubiéramos respondido nosotros si hubiésemos estado en el lugar de Marta? Quizá nos habríamos quejado, te hubiéramos sacado en cara varias veces aquél si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano… Te hubiéramos reprochado por qué lo permitiste, como hacemos siempre ante nuestras pequeñas –y con mayor razón con las grandes- contrariedades.
Marta en cambio responde: “—Sí, Señor. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo”. Esta es una de las más grandes manifestaciones de fe en que Jesús es el Mesías que aparecen en el Nuevo Testamento. Es comparable a la de Pedro, y hay quien dice que la supera. ¡Y es expresada por una mujer que acaba de perder a su hermano! Señor: auméntanos la fe, para responder así, para decirnos a nosotros mismos que creemos, cuando tengamos pérdidas grandes o pequeñas: de amor, de reconocimiento, de medios, de salud, también ante la desaparición de personas queridas. Danos la fuerza para decirte que creemos que lo que Tú haces o permites es lo que más nos conviene. Y que sembremos a nuestro alrededor esa actitud de fe, de confianza en tu gracia.
Es lo que hace Marta, que al consolarse con la presencia de quien es la Resurrección y la Vida, “fue a llamar a su hermana María (…). Ella, en cuanto lo oyó, se levantó enseguida y fue hacia él (…) y, al verle, se postró a sus pies y le dijo: —Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. La misma reacción de Marta. Se nota que lo habían repetido mutuamente miles de veces: “Si el Maestro hubiera estado aquí…” Quizá nosotros, en el lugar del Señor, repetiríamos las palabras de consuelo que habían sido útiles para María. Pensamos que Dios es así, que trata las almas en serie, que nos mira desde lejos.
Pero el relato adquiere aquí tintes dramáticos: “Jesús, cuando la vio llorando y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció por dentro, se conmovió y dijo: — ¿Dónde le habéis puesto? Le contestaron: —Señor, ven a verlo. Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos: —Mirad cuánto le amaba”. Jesús lloró. Es el versículo más breve de toda la Biblia. ¡Pero cuánta fuerza tienen esas dos palabras! Jesús, Dios verdadero, es también verdadero hombre. Con sentimientos, como nosotros. Y quiere a sus amigos. Y llora por ellos. Comparte nuestros dolores. No los observa desde lejos. Es nuestro mejor amigo, si queremos. Y también es fácil pensar que llora por nosotros cuando no respondemos a su amistad, cuando le damos la espalda, cuando no rechazamos con fuerza el pecado, cuando nos disponemos a morir para la vida de la gracia.
“Jesús, conmoviéndose de nuevo, fue al sepulcro. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo: —Quitad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le dijo: Señor, ya huele muy mal, pues lleva cuatro días. Le dijo Jesús: — ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Retiraron entonces la piedra”. Una nueva llamada a la fe. Aunque no haya motivos humanos para creer, aunque “ya huela mal”, debemos creer. El mejor modelo de confianza en el Padre es Jesús mismo. Así lo presenta el Evangelio, una vez más, en oración confiada.
“Jesús, alzando los ojos hacia lo alto, dijo: —Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste”. El Catecismo (n. 2604) comenta esta oración del Maestro: “La acción de gracias precede al acontecimiento (…), lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: "Yo sabía que siempre me escuchas", lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que la petición sea otorgada, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones”.
Fe y oración. Súplica confiada. Acción de gracias que precede al acontecimiento. San Josemaría (Amigos de Dios, 239) sugería aprender de la actitud de Jesús: “Esta ha sido su enseñanza precisa: si queremos ayudar a los demás, si pretendemos sinceramente empujarles para que descubran el auténtico sentido de su destino en la tierra, es preciso que nos fundamentemos en la oración”.
“Y después de decir esto, gritó con voz fuerte: — ¡Lázaro, sal afuera! Y el que estaba muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y con el rostro envuelto en un sudario”. El Prelado del Opus Dei comenta esta escena: “El Maestro nos interpela como a Marta, la hermana de Lázaro (…). Aquella mujer, a pesar de las pruebas evidentes y sensibles –que le resultan costosas– de la muerte del hermano, no duda en confesar su fe en el Dios de la vida y de la muerte (…). Y se obró el milagro. Milagros que también se repetirán en nuestra vida y en la de tantas otras personas a las que deseamos acompañar hasta Jesús, si no nos falta la fe, como aseguraba San Josemaría: "Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: "iam foetet, quatriduanus est enim" –hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús. "Si oyes la inspiración de Dios y la sigues –"Lazare, veni foras!" –¡Lázaro, sal afuera!–, volverás a la Vida" (Camino, 719)”.
Que no nos falte la fe, que no nos desesperemos. Pase lo que pase, por fuera o por dentro de nosotros, el Señor nos quiere enseñar la importancia de que seamos almas de fe. Por eso el evangelista remata la escena con el comentario de los efectos del milagro: “Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que hizo Jesús, creyeron en él”. Jesús conduce a una fe más profunda: no solo restaura la vida, sino que concede la vida eterna. En su comentario cuaresmal de esta escena, el Papa nos invita a considerar que “en el Bautismo pasamos de la muerte a la vida y nos hicimos capaces de agradar a Dios, de hacer morir al hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado”.
Almas de fe. Enseña García de Haro que la fe es la virtud sobrenatural que nos dispone a responder que sí a Cristo, que nos guía a través de nuestro caminar terreno en el inicio y en el desarrollo de toda la vida cristiana, en la raíz del despliegue de las demás virtudes. Y concluye que esta virtud debe guiar la vida entera del cristiano: nuestros actos, nuestros juicios y criterios prácticos.
Aún le queda tiempo a Jesús para manifestar ese amor a los amigos, que se manifiesta en pequeños detalles, en la preocupación por su bienestar. Seguramente era tal la estupefacción de todos los circunstantes, que nadie atinaba a hacer nada. Por eso, Jesús mismo tiene que indicarles: “Desatadle y dejadle andar”. Y es que Jesús "es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos (Jn 15, 15) dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero (...). Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: "Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda" (cfr Jn 11, 43; Lc 5, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida" (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 93).
Terminemos acudiendo a la Virgen Santísima, que también es modelo de fe. “Bienaventurada tú, porque has creído”, le dice su prima Isabel. A Nuestra Madre le pedimos que sean verdad en nuestra vida las palabras con las que el Papa está convocando a la próxima Jornada Mundial de la Juventud: “Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: "Si crees, verás la gloria de Dios" (Jn 11,40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo”.

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