Llegamos al último domingo antes de la Navidad y la liturgia nos ayuda
a prepararnos para celebrar esta solemnidad. En la primera lectura, aparece la
famosa profecía de Isaías 7,14, tan fácil de memorizar (7x2=14). En ella,
aparece el profeta delante del rey Ajaz, animándolo a que no haga alianzas con
otros reyes, sino a confiar en que el Señor estará con él. Para garantizar la
seriedad de su consejo, lo invita a pedirle un signo, que sea la muestra de que
Dios está de su parte. Como el rey ya tiene la decisión tomada en contra, se
justifica con un prejuicio Pseudo-religioso: “no lo pediré y no tentaré al
Señor”. Entonces el profeta responde: -“Escuchad, casa de David: « ¿Os
parece poco cansar a los hombres para que canséis también a mi Dios? Pues bien,
el propio Señor os da un signo. Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un
hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel”.
La palabra original puede entenderse simplemente como “muchacha”:
cuando al poco tiempo la joven esposa del Ajaz diera a luz un hijo, se podía
entender que el signo anunciado quedaba cumplido. Pero quedó en la tradición
popular ese anuncio como una señal también para el largo plazo. Y más tarde, al
traducir estos textos al griego, se eligió la palabra “parthenos", virgen.
La esperanza de Israel se aferraba a la venida del Mesías: “Ábranse los cielos
y llueva de lo alto bienhechor rocío como riego santo”, decían las oraciones de
los judíos de entonces.
Cuando el evangelista Mateo cuenta la generación de Jesucristo (1,
18-24), tiene muy en mente esta profecía. Oigamos su relato: “María, su
madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con
que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo”. Mateo insiste
en la virginidad de María y explica que ella había firmado ya la ketubá,
el acuerdo matrimonial. En la tradición judía, después de esta firma los
esposos quedaban comprometidos, pero todavía no comenzaban a convivir. Esta segunda
fase venía después de un tiempo, cuando se celebraba propiamente la boda
ritual. En este intervalo, antes de que conviviesen, Mateo sitúa –con
menos detalles que Lucas- la concepción virginal de Jesucristo: María se
encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
En estas circunstancias, el autor sagrado presenta al último
protagonista del Adviento, que cumple su papel de forma callada: José, su
esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en
secreto. En pocas palabras queda perfilada la personalidad de este hombre:
legalmente, es el esposo de María. Era justo. San Josemaría explica cómo
se entiende esa justicia de vida: “José era efectivamente un hombre corriente,
en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el
Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida.
Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo. Y, en el
lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios,
cumplidor de la voluntad divina; otras veces significa bueno y caritativo con
el prójimo. En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese
amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus
hermanos, los demás hombres” (Es Cristo que pasa, n. 40).
En este caso, Mateo aclara que la justicia –la santidad- de José se
manifiesta con dos hechos: no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla
en secreto. Los Padres han entendido que se sentía indigno de participar en
un misterio tan grande, de modo similar a Pedro, cuando le dice a Jesús:
“aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” o al centurión que dice: “no
soy digno de que entres en mi casa”. San Bernardo dice que José, considerándose
indigno pecador, pensaba que no podría convivir con una mujer de la cual
reconocía, con profundo temor, su estupenda dignidad y superioridad: “veía,
con sacro estupor, que ella portaba el signo cierto de la presencia divina y,
como no podía comprender este misterio, quería dejar a su esposa”.
Aunque el Evangelio no explica la psicología de José, es fácil
imaginarse cuánto le costaría tomar esta decisión. También en nuestra vida
habrá momentos en los cuales nos cueste identificarnos con la voluntad de Dios,
que se nos hace cuesta arriba: momentos de negarnos a nosotros mismos, tomar
nuestra cruz de cada día y seguir a Cristo. Por eso, llama la atención la
sencillez con la que describe el evangelista la decisión de José: como no
quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Lo ve claro y,
aunque le cuesta, se decide a hacer lo que ve más consecuente con la voluntad
de Dios.
Por eso, San Josemaría –gran devoto josefino- le llamaba el hombre de
la sonrisa y el encogimiento de hombros. Comentando esta escena, admiraba del
santo Patriarca su respeto por la voluntad de Dios. Y es que
cuántas veces nosotros quisiéramos rezar en el Padrenuestro: “hágase mi
voluntad”. Y si no lo decimos, con nuestra actitud obramos así. Pidámosle hoy a
José que nos ayude a tener esa vida interior, ese trato con María y con la
Trinidad, que nos lleve a respetar la voluntad del Señor, a cumplirla con
prontitud, a responder a las peticiones divinas con una sonrisa y un
encogimiento de hombros, manifestación de fe, de acogida serena del designio de
Dios, que siempre quiere lo mejor para nosotros, aunque no lo veamos claro en
un primer momento.
Volvamos al relato: Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del
Señor se le apareció en sueños y le dijo: —José, hijo de David, no temas
recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del
Espíritu Santo. Así es el Señor: a veces permite que no veamos clara la
solución a un problema, para que nos abandonemos más plenamente en Él. Y cuando
hemos decidido seguirlo, tomar nuestra cruz, descubrimos que ha estado siempre
a nuestro lado, haciendo las veces de Cirineo. José pensó en un primer momento
que su vocación era abandonar a María, pero el Señor le hace ver que no, que
precisamente su misión en la vida será cuidar de ella y de su Hijo, que es el
Mesías esperado, el hijo de Dios. Es más: tendrá que ejercer las veces de
padre, lo cual está inserto en el encargo de darle el nombre: Dará a luz un
hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados.
Benedicto XVI explica la vocación paternal de José: “es el evangelista
san Mateo quien da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a
través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia
davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había
sido profetizado como "hijo de David". Desde luego, la función de san
José no puede reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre "justo"
(Mt 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios
hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que
preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de coloquio
espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran
misterio de la fe”.
Con este relato Mateo aclara que la concepción de Jesús fue virginal,
milagrosa, obra del Espíritu Santo. Por eso concluye su relato haciendo ver que
todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del
Profeta: Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por
nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros. El evangelio cita la
traducción griega de Is 7,14 (“la Virgen concebirá y dará a luz un hijo”) y
aplica esta profecía a María, quien se mantiene virgen a pesar de haber
concebido al Emmanuel, a Jesucristo, que es Dios con nosotros. Esta
intervención de la tercera persona de la Santísima Trinidad es análoga a la que
ocurre en la Resurrección, cuando restituye la vida a un cadáver. En la segunda
lectura de hoy, leemos que san Pablo afirma con admiración que Jesús fue
“constituido Hijo de Dios con poder por obra del Espíritu Santo, por la
resurrección de entre los muertos” (Rm 1,4). Y se podría añadir aún el papel
del Paráclito en la celebración de la Eucaristía, que recuerda también estos
dos “descensos” en la historia de la Redención. Queda rechazada, en
consecuencia, la teoría de que se trata de una versión más del mito de la mujer
fecundada por los dioses (Puig).
La escena concluye mostrando a José, feliz porque ha recibido la más
grande vocación que ha tenido alguien en la vida: cuidar del Mesías y de su
madre. Pidámosle a la Sagrada Familia, que también pueda decirse, de nuestra
respuesta a las llamadas divinas, por exigentes que sean, lo que narra San
Mateo sobre la respuesta del Santo Patriarca: Al despertarse, José hizo lo
que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa.
Comentarios
Publicar un comentario