1. Al final de su evangelio, San Lucas presenta a Jesucristo en Jerusalén. Después de la entrada triunfal el Domingo de ramos, el Señor aparece impartiendo sus enseñanzas en el Templo, que era el orgullo de los jerosolimitanos, pues estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas.
El origen de este edificio se remonta al Templo de Salomón, que había sido destruido en el siglo VI a.C. Después del exilio de Babilonia, Zorobabel lo reconstruyó, pero le quedó pequeño y simple. Ya en tiempos cercanos al nacimiento de Jesús, el rey Herodes el Grande, amante de la arquitectura, hizo un gran proyecto para reconstruirlo: solo trabajaron sacerdotes, para que no lo construyeran manos impuras. Comenzó la obra el 19 a.C. y no terminó la última decoración hasta el 64 d.C.
En la escena que presenta el tercer evangelio (Lc 21,5-19), Jesucristo lo ve casi concluido (corría más o menos el año 27 d.C., o sea que la obra llevaba unos 46 años, como dice el evangelio de Juan 2,20). Era mucho más grande que el de Salomón y ofrecía una vista maravillosa: además del tamaño colosal, ostentaba una decoración radiante y los materiales riquísimos (“bellas piedras y ofrendas votivas”).
En este contexto de admiración y orgullo por la restauración del templo, san Lucas presenta el llamado discurso escatológico de Jesucristo: —Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Puede ser que cuando Lucas escribiera su evangelio ya se hubiera dado el asedio romano ordenado por Tito en al año 70, que acabó con la nación judía por muchos siglos. Sin embargo, las palabras de Jesús van más allá de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén, que sería arrasada por completo en el 132, a causa de una insurrección.
Las palabras de este discurso pertenecen al género apocalíptico, que se caracteriza porque contiene imágenes llenas de misterio: Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato.—Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo.
A este género literario también pertenece la primera lectura, en la que el profeta Malaquías (3,19-20) anuncia “el día del Señor”: Mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir-dice el Señor de los ejércitos-, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas.
2. El Señor no solo anuncia la destrucción del Templo y de la ciudad entera, ocurrida como castigo por no haber escuchado al Profeta de Dios, sino también las persecuciones que vendrían sobre sus seguidores: antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. (…) Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros y todos os odiarán a causa de mi nombre.
Ante estas persecuciones, venidas incluso de mano de los seres queridos, el Señor pide serenidad, no dejarse engañar ni aterrarse, pues el fin no es inmediato. Además, anuncia su asistencia continua: convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Los apóstoles experimentarían poco después de la Pascua la verdad de estas palabras. El Jesús rechazado resucitará y dará fuerza a sus discípulos, como se nota en los casos de Esteban y de Pablo.
A esta verdad se refiere Benedicto XVI en su Exhortación “Verbum Domini”, que dedica varios pasajes al apostolado cristiano: “El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo” (VD 90).
Hagamos examen sobre qué tan en serio nos tomamos la dimensión apostólica de nuestra vocación cristiana. Si somos conscientes de esa misión para la cual nos capacita el Espíritu del Resucitado. Y saquemos propósitos. Como dice J. Echevarría, “Muchas veces, la lucha personal consistirá precisamente en realizar un plan apostólico; en vencer este o aquel otro respeto humano y hablar de Cristo a una persona amiga; en dejar de lado la propia comodidad y los propios planes, para conversar con alguien o atender una actividad de formación cristiana; en superar la timidez o la cobardía para corregir a otro o invitarle a ser más generoso con Dios” (Eucaristía y vida cristiana, 109).
3. Por último, el Señor garantiza que, a pesar de las dificultades, sus discípulos triunfarán como fruto de la perseverancia: Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Escribe el Prelado del Opus Dei que “el texto permite entender "poseeréis vuestras almas", y así lo leyeron los Padres, siguiendo la Vulgata. Este significado en realidad no difiere del anterior: la salvación del alma significa su posesión, el señorío sobre nosotros mismos con la ayuda de Dios; y esa salvación se logra como se alcanza la posesión de cualquier bien: después de un proceso de adquisición, después de contratar y definir los detalles de la compra o de la herencia, después de luchar por conseguirlo”.
En las dos ocasiones, sigue diciendo Javier Echevarría, “la frase del Señor apunta a lo mismo: a inculcarnos que la identificación con Él (la salvación personal, el fruto de toda la vida) no se consigue en un instante: requiere por nuestra parte continua atención con una perseverancia fiel hasta el final; exige no apartarse del camino, rechazar la mala impaciencia y no descuidar el esfuerzo por conquistar el premio, "a pesar de los pesares".
San Josemaría insistía en la importancia de esta virtud de la lealtad, base humana para la virtud sobrenatural de la fidelidad, con un aforismo sencillo: “comenzar es de todos, perseverar es de santos” (Camino, 983). Así preparaba un guión para predicar sobre este tema: “«Decisión de tener una vida más santa, de vivir vida interior.... No es lo mismo prometer y cumplir, ni empezar que perseverar.... Son muchas las flores de un árbol en primavera..., pero la mayor parte no llegan a resolverse en fruto: son muchos los niños que nacen, pero son muchos menos los que llegan a la plenitud de los años.... Por eso pudo exclamar S. Jerónimo: «Coepisse multorum est, ad culmen pervenisse paucorum»: el empezar a vivir bien es de muchos, el llegar hasta la cumbre de la perseverancia en el bien obrar es de pocos”.
Se aplican en este contexto las famosas y claras palabras de santa Teresa: "No parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida (...). Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo" (Camino de perfección, 21,2).
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. En este penúltimo domingo del tiempo ordinario podemos hacer balance de lo que va corrido del año y pedir perdón al Señor por nuestras impaciencias, por nuestra falta de perseverancia. Porque a veces nos hemos dejado llevar de las turbaciones, de las emociones instantáneas que se oponen a los sentimientos profundos que el Señor ha grabado en nuestro corazón.
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. El Señor sabía las duras tentaciones a las que se enfrentarían los apóstoles. Por eso quiso animarlos, asegurándoles que –a pesar de todo- si eran pacientes y perseverantes, triunfarían. Y ellos dejaron obrar la gracia de Dios en sus almas y vencieron. Con esa misma confianza acudimos a nuestra Madre, Virgen fiel, para que nos alcance del Señor la gracia de la perseverancia final en nuestra vocación apostólica. Para esa invocación pueden servirnos las palabras de San Josemaría: “Si quieres ser fiel, sé muy mariano”. “Confía. Vuelve. Invoca a la Señora y serás fiel” (Camino, 514)
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