San Juan es el evangelista que describe la última cena de
modo más extenso. Su narración puede dividirse en tres grandes partes: los
capítulos 13 y 14 (lavatorio, salida de Judas, y plan de partida y regreso de
Cristo); los capítulos 15 y 16 (Cristo y la Iglesia: la viña, los dolores de
parto) y el capítulo 17 (oración sacerdotal de Jesús). En esta meditación
consideraremos el comienzo del relato.
El lavatorio de los pies no aparece en ningún otro evangelio
y es el contexto en el cual Jesucristo formula una sentencia que será
nuestro tema de meditación para hoy. Después de haberse agachado a limpiar los
pies de sus discípulos, el Señor formula una orden que los apóstoles jamás
olvidarían, que marcaría su actividad en el futuro, que terminaría siendo el
ADN de la Iglesia naciente. Se trata del llamado mandamiento
nuevo: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a
otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos
a otros.
Estas palabras son un resumen de toda la predicación del
Señor. En ellas se concentra toda la ley evangélica, es el mandamiento que
resume todos los demás (Cf. CEC, n. 2822). De este modo, la Ley del Antiguo
Testamento alcanza su cumbre en el amor, como enseña San Pablo en su obra más
importante: la caridad es la plenitud de la Ley (Rm 13,10).
Pero no solo es precepto, sino camino, modelo, guía para la vida personal y
comunitaria en la Iglesia. Por eso, el Concilio Vaticano II resume la llamada
universal a la santidad con estas palabras: «El verdadero discípulo de Cristo
se caracteriza por la caridad tanto hacia Dios como hacia el prójimo» (LG 42).
De esa manera se responde a la pregunta sobre por qué Jesús
llama nuevo a este mandamiento, aunque ya estaba
previsto en el Antiguo Testamento: la novedad está en la manera de ejercitar
ese amor, en que solo ahora podemos hacerlo de la misma forma en que lo hizo
Jesús: como yo os he amado. Así lo explica el Catecismo
(2842): «Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar
desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida
“del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de
nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5,25) puede hacer
nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2,1.5)».
San Josemaría ofrecía una respuesta complementaria: «después
de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos
hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y
prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más
complicaciones, me basta y me sobra con lo mío. No cabe semejante postura entre
los cristianos. (...) No hemos de conformarnos con evitar a los demás los males
que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando
comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento
de Jesús» (Amigos de Dios, 222).
En las salas de estudio de todos los Centros del Opus Dei en
el mundo (en Bogotá, en Sudáfrica, en Estocolmo, en Indonesia), hay un cuadrito
con estas palabras del Señor. Pedro Rodríguez cuenta la historia de esta
costumbre: dice que, en 1934, al poner la Residencia universitaria de Ferraz,
San Josemaría hizo que campeara esta doctrina en la sala de estudio de la
Residencia. En esa palabra de Jesús veía la síntesis del espíritu que quería
inculcar a los estudiantes: amor, fraternidad, servir a los demás, llevar la
carga de los otros. Esa Residencia fue destruida durante la guerra civil. Tenía
que comenzar de cero. Entre los escombros, después de la guerra, apareció el
pergamino del Mandatum Novum bastante bien conservado, fue lo
único que quedó de aquella casa. San Josemaría siempre entendió el hallazgo
como una manera de señalarle el Señor dónde está lo permanente cuando todo se
derrumba: en el mandamiento del Amor.
Por eso, predicó infatigablemente esta primacía de la
caridad. A modo de ejemplo, podemos citar el punto 454 de Forja: «¡Con cuánta
insistencia el Apóstol San Juan predicaba el “mandatum novum”! ―¡Que
os améis los unos a los otros! ―Me pondría de rodillas, sin hacer
comedia ―me lo grita el corazón―, para pediros por amor de Dios que os queráis,
que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. ―Por lo tanto, a
rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente
el auxilio de la oración y de la amistad sincera».
Y es que, en ocasiones, lo que más falta hace es una cara
amable, una sonrisa amiga, el recuerdo de un momento grato. Cuenta J. Eugui
que, en Italia, hace unos años se dio un caso que los periodistas llamaron “un
milagro de amor”: la vuelta a la "vida" de un muchacho que estuvo en
coma durante cuatro años, tras sufrir un accidente de tráfico, gracias al
continuo apoyo de su novia. Valerio Vasinari, estudiante de ingeniería de 23
años, se encontraba ingresado en un hospital de Ferrara, totalmente inconsciente,
desde el accidente que estuvo a punto de costarle la vida en noviembre de 1991.
Su novia, Cecilia Orlandi, de 20 años, acudía a diario a la clínica para
hablarle al oído. Le contaba de sus cosas, incluso de las más íntimas, le
recordaba todo lo que habían vivido juntos, los amigos, los viajes; también
cuanto pasaba en su entorno, del tiempo..., como si él pudiera escucharla. El
caso es que, contra todo pronóstico, Valerio salió del coma y se recuperó de
manera muy satisfactoria. Lo más admirable del comportamiento de la novia
quizás sea, junto con su tenacidad y la esperanza de que lograría sacarlo
adelante, esta convicción: ―Jamás me rendí porque sé que él habría hecho lo
mismo en mi lugar.
Quizá nosotros no tendremos que acompañar cuatro años a una
persona en coma, pero sí que podemos seguir otro consejo de San Josemaría:
«¡hay tantos hermanos, amigos tuyos, sobrecargados de trabajo! Con delicadeza,
con cortesía, con la sonrisa en los labios, ayúdales de tal manera que resulte
casi imposible que lo noten; y que ni se puedan mostrar agradecidos, porque la
discreta finura de tu caridad ha hecho que pasara inadvertida» (Amigos de Dios,
44).
Estamos haciendo nuestra oración, no asistimos a una
consideración externa de las palabras del Señor. Como yo os he amado,
amaos también unos a otros. Señor: ayúdanos a sacar propósitos
concretos, pues el ideal que nos propones es demasiado elevado: amar a los
demás como Tú nos amaste, hasta dar la vida por ellos. ¡Qué lejos estamos de
esa meta, Señor! Es verdad que queremos servir, quizá hemos tomado decisiones
notorias en esa línea: nos proponemos dar la vida inclusive. Pero después, en
el día a día, podemos ir a lo nuestro: mi tiempo, mis aficiones, mi rendimiento
personal… Y se me olvida que estás Tú mismo, esperando en la persona que tengo
a mi lado, en mis parientes, en mis compañeros, que me sacrifique un poco, que
pierda el miedo a excederme en mi gasto por los demás.
A veces, lo que la caridad pide no es mimos ni palmadas en
el hombro. También es caridad la exigencia, la fortaleza para corregir un
defecto en el hermano, en el amigo. Jesús obró así. A Juan, el discípulo amado,
lo corrigió con dureza cuando quiso quemar un pueblo porque no le habían hecho
caso y cuando pidió un lugar de preferencia en el reino de los Cielos. La
caridad no es simple diplomacia, ni se conforma con indirectas: seguramente
recordamos cuánto nos han ayudado unas indicaciones concretas ―que quizá nos
molestaron en un primer momento― para mejorar en nuestra vida personal,
familiar, profesional o social. ¡Si en último término, es lo que se espera del
verdadero amigo! Y hay gente que paga para que le corrijan y le indiquen lo que
no va bien: entrenadores, asesores, etc. También aquí se aplica el mandamiento
nuevo: amar como el Señor nos amó.
Por último, el Señor prescribe este mandamiento como la
señal distintiva de los cristianos: En esto conocerán todos que sois
mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros. Pocos años después, en
Roma los paganos reconocían a los seguidores de Jesús precisamente por ese amor
recíproco. Tertuliano lo recoge en su Apologeticum: «Esta
práctica de la caridad es más que nada lo que a los ojos de muchos nos imprime
un sello peculiar. Dicen: “Mirad cómo se aman entre sí”, ya que ellos
mutuamente se odian; “y cómo están dispuestos a morir unos por otros”, pues
ellos están más bien preparados a matarse los unos a los otros».
La Virgen Santísima es modelo de caridad: estando ella en
embarazo, salió en cuanto pudo para acompañar a su prima Isabel, que necesitaba
su ayuda. En Caná, fue la primera en advertir que el vino escaseaba. Durante la
vida pública del Señor, supo ocultarse y estar en un discreto segundo lugar.
Pero cuando el Maestro moría, estaba en primera fila, acompañando a los
discípulos para que su fe no desfalleciera. Pidámosle a Ella que también
nosotros, como los primeros cristianos, vivamos de tal forma el amor a
Jesucristo, que desde su corazón encontremos cariño fraterno para nuestros
hermanos, para que los amemos como Él nos amó.
Comentarios
Publicar un comentario