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Hijo pródigo, alegría y Eucaristía

El cuarto domingo de cuaresma, la Iglesia nos invita a recordar la parábola del Hijo pródigo –o del Padre misericordioso, como también se le llama-. El Catecismo de la Iglesia (n. 1439) hace un recuento breve, fijándose en los puntos claves del relato: 

“El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): (1) la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; (2) la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; (3) la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; (4) la reflexión sobre los bienes perdidos; (5) el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; (6) la acogida generosa del padre; (7) la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión”.

En esta ocasión no nos detendremos en el tema de la conversión, del que ya hablamos al inicio de la cuaresma. Porque resulta que también hoy la Iglesia invita a gozar del domingo “laetare", alégrate, nos dice, en medio del tiempo penitencial. Hoy se permite el uso de instrumentos musicales –lo que está prohibido los demás días de cuaresma- y se puede adornar con flores el altar. “Hoy la liturgia nos invita a alegrarnos porque se acerca la Pascua, el día de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte”, explicaba Benedicto XVI. Y a renglón seguido se preguntaba: “Pero, ¿dónde se encuentra el manantial de la alegría cristiana sino en la Eucaristía, que Cristo nos ha dejado como alimento espiritual, mientras somos peregrinos en esta tierra? La Eucaristía alimenta en los creyentes de todas las épocas la alegría profunda, que está íntimamente relacionada con el amor y la paz, y que tiene su origen en la comunión con Dios y con los hermanos”.

Volviendo al punto del Catecismo que explicaba la parábola del hijo pródigo, vemos la parte final de la escena: “El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza”.

El hijo mayor de la parábola se queja ante su padre porque a él no le había dejado matar un cabrito y en cambio al hijo pecador le mata el ternero cebado. El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano». Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerle. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Este pasaje suele pasar desapercibido, por la grandeza de la primera parte. Pero es muy interesante: el hijo egoísta, que no entendió la riqueza de estar siempre con su padre (“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”). La exégesis explica que el hijo menor quiso libertad sin obediencia, pero que el mayor vivió la obediencia sin libertad: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya. 

Juan Pablo II decía que todos los hombres debemos vernos reflejados no solo en el hijo pródigo, sino también en el mayor, que “no ha entendido la bondad del padre. Hasta que este hermano, demasiado seguro de sí mismo y de sus propios méritos, celoso y displicente, lleno de amargura y de rabia, no se convierta y no se reconcilie con el padre y con el hermano, el banquete no será aún en plenitud la fiesta del encuentro y del hallazgo. El hombre -todo hombre- es también este hermano mayor. El egoísmo lo hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y lo hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse” (Reconciliación y penitencia, n. 6).

La Eucaristía es ese Banquete de fiesta que el Padre misericordioso dispone para sus hijos que se han reconciliado con Él y con sus hermanos. El Papa explicaba su Exhortación apostólica sobre este don de Dios: “Sacramento de la caridad. Sí, en la Eucaristía Cristo quiso darnos su amor, que lo impulsó a ofrecer en la cruz su vida por nosotros. En la última Cena, al lavar los pies a sus discípulos, Jesús nos dejó el mandamiento del amor: Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros (Jn 13, 34). Pero, como esto sólo es posible permaneciendo unidos a él, como sarmientos a la vid (cf. Jn 15, 1-8), decidió quedarse él mismo entre nosotros en la Eucaristía, para que nosotros pudiéramos permanecer en él. Por tanto, cuando nos alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su amor pasa a nosotros y nos capacita para dar, también nosotros, la vida por nuestros hermanos (cf. 1Jn 3,16) y no vivir para nosotros mismos. De aquí brota la alegría cristiana, la alegría del amor y de ser amados”.

Pidámosle al Señor que la Eucaristía de este domingo de alegría nos comprometa en la decisión de convertirnos, como el hijo pródigo, y de reconciliarnos también con aquellos hermanos a los que, por causa de nuestra soberbia, no terminamos de comprender. De esta manera, purificado nuestro corazón, podremos ser apóstoles de la misericordia de Dios. Animaremos a nuestros seres queridos –parientes, amigos, compañeros- a experimentar el abrazo paternal de Dios, en el sacramento de la Reconciliación, para que puedan volver al Banquete eucarístico, a vivir con profundidad el misterio pascual en la cada vez más próxima Semana Santa.

Benedicto XVI terminaba su comentario fijándose en la Virgen y en San José: “Mujer eucarística por excelencia es María, obra maestra de la gracia divina: el amor de Dios la hizo inmaculada en su presencia, en el amor (cf. Ef 1,4). Junto a ella, para custodiar al Redentor, Dios puso a san José, cuya solemnidad litúrgica celebraremos pronto. Invoco en particular a este gran santo, mi patrono, para que creyendo, celebrando y viviendo con fe el misterio eucarístico, el pueblo de Dios sea colmado del amor de Cristo y difunda sus frutos de alegría y paz a toda la humanidad”.

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