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Apostolado: la mujer sirofenicia.

Hacia el tercer año de su vida pública, Jesús decide retirarse con sus discípulos para formarlos a solas y prepararlos para lo que sucederá cuando le llegue “la hora” prevista por el Padre. Después de haber fallado en el intento, la tarde de la multiplicación de los panes y de los peces, se dirigen hacia el norte, fuera de Galilea, hasta el actual Líbano. Allí visitan las ciudades de Tiro y Sidón, cuyos habitantes son llamados sirofenicios (para distinguirlos de los libiofenicios, que vivían al norte de África). Mateo menciona que allí se encuentran con una mujer de esa zona, a la que denomina con un arcaísmo, “cananea” pues ése era el gentilicio de aquella tierra, pero en la antigüedad.

Los sirofenicios eran en su mayoría comerciantes griegos, despreciados por los judíos debido a sus prácticas comerciales poco éticas. Conformaban un pueblo del que los israelitas, “los piadosos”, debían apartarse, porque eran paganos, “los perrillos”, como les llama el mismo Jesús en este pasaje. 

Aparte de la prueba de fe a la que el Señor somete a esta buena mujer, en este relato se confirma tanto la prioridad de los judíos en el mensaje de Cristo, como la apertura a toda la humanidad. Del mismo modo que, en el libro de Isaías (56,1.6-7), aclara que el Templo es la Casa en la que Dios acoge a quien quiere, a todos los pueblos: “A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración”.

Y el Salmo 66: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. Las naciones te canten con júbilo. Que los pueblos te aclamen todos juntos”. El mismo Pablo, en la carta a los Romanos (11,13-15.29-32), constata que los paganos han sido más piadosos que los judíos. Y el Evangelio de Mateo, que venimos comentando, termina con estas palabras: Id y haced discípulos a todas las naciones (28,19).

En el año 1939, cuando apenas terminaban una guerra civil lamentable –todas lo son-, San Josemaría escribía a sus hijos espirituales unas palabras que todos los cristianos podemos hacer nuestras al inicio del nuevo milenio: 

Nunca ha estado nuestra juventud más noblemente revuelta que ahora. Sería un remordimiento grande dejar sin provecho, sin aumento de nuestra familia, esos ímpetus y esas realidades de sacrificio, que indudablemente se ven —en medio de tantas otras cosas, que callo— en los corazones y en las obras de vuestros compañeros de estudios y de trincheras y posiciones y parapetos. Sembrad, pues: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha. Pero, sembrad generosamente... Así, ¡el mundo!”.

Apostolado universal, que comienza con el apostolado uno a uno, de amistad y confidencia. En agosto del 2007 contaba Benedicto XVI la historia dos amigos: Gregorio y Basilio. El primero había nacido de una noble familia. Su madre lo había consagrado a Dios desde su nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de la época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde trabó amistad con Basilio y vivió después en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y, sobre todo, Atenas, donde de nuevo encontró a su antiguo amigo. Evocando esta amistad, Gregorio escribiría más tarde: “En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a hacer otro tanto… Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos”. Ambos amigos son santos y padres de la Iglesia: San Basilio, Obispo, y San Gregorio Nacianceno.

En nuestro tiempo también pueden ocurrir situaciones similares, si tú y yo queremos. Le sucedió a una persona, hace poco: al salir del ascensor del edificio en que vivía, se dio cuenta de que aún no había hablado de Dios con nadie. Y, antes de que se cerrara la puerta, le dijo a su vecino, con un poco de vergüenza: «Me gustaría que habláramos de Dios». A lo que el otro respondió -"¡Formidable! ¡Lo esperaba! Llevo varios días pensando en que debía pagar a Dios de algún modo por lo bien que me está tratando la vida"… Universalismo en el apostolado, como el de Jesús, dispuesto a llegar a judíos y a sirofenicios.

Por eso animaba Benedicto XVI a los jóvenes: “Quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. (...) Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo (JMJ, 21-08-05)”.

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